Una lectura de Cuando el cerebro juega con las ideas. Francisco Mora

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Hace tiempo que, en este rincón, escribí un acercamiento a la obra de Francisco Mora y, en general, a ciertos elementos de las neurociencias actuales –Una tarde con Francisco Mora–; posteriormente, tuve la suerte de poder entrevistarle –Entrevista a Francisco Mora, en un interesante diálogo donde surgieron temas que, como un bucle incesante, vuelven a aparecer en su última obra: Cuando el cerebro juega con las ideas1.

Ésta se compone de una introducción y diez capítulos que titulan grandes ideas y realidades del ser humano: educación, libertad, miedo, dignidad, igualdad, nobleza, justicia, verdad, belleza y felicidad.

Por su naturaleza inabarcable, donde cada una merecería un trato exclusivo, imposible en esta lectura, he elegido dos ejes temáticos, sirviéndome de ellos para desarrollar una reflexión interdisciplinar que vaya destilando su contenido. Empecemos, sin más preámbulo, con nuestro recorrido.

Una lectura de Cuando el cerebro juega con las ideas

I

1. El primer eje son los cambios y consecuencias del impacto de la neurocultura, como nuevo paradigma, en nuestro presente del s. XXI.

Actualmente, el conocimiento de las neurociencias está transformando tanto el contenido como la perspectiva de problemas clásicos: ¿cuál es la base cerebral de lo mental? ¿Se puede diferenciar lo emocional y lo cognitivo?

Cuando decimos neurocultura, estamos señalando esa impregnación de toda la cultura del prefijo neuro: neuroética, neuroeconomía, o neuroeducación –algo que debe ya prevenirnos de su simplificación en moda neuro–. Sintetizaré, ganando orden y claridad, en dos ideas este impacto.

1.1. La neurocultura cumpliría una función largamente deseada en la modernidad: una nueva teoría unificada del conocimiento, basada en la evidencia de nuestro proceso evolutivo, que superaría la dicotomía de las ciencias y las humanidades, tan anacrónica en la necesaria reflexión interdisciplinar de todo objeto de estudio complejo:

Esto, a su vez, viene amparado por esa conciencia social que nos lleva a ver que comenzamos a vivir una cultura de transición. Transición que abocará definitivamente en una nueva visión de la humanidad y la construcción de una nueva sociedad. Una cultura, neurocultura, que trata de construir una teoría unificada del conocimiento, sobepasando la clásica dicotomía entre ciencias y humanidades a la luz del proceso evolutivo.

pp. 14-15. Cuando el cerebro juega con las ideas, Francisco Mora, Alianza Editorial, Madrid, 2016.

Algo que debería ser una realidad educativa de cualquier disciplina: ¿cuántas veces seguimos sin abrir nuestra disciplina a otras en nuestra tarea de enseñanza-aprendizaje, recayendo en un reduccionismo donde mi materia es lo único importante? ¿No pide cualquier contenido o actividad un acercamiento panorámico que logre contactar al alumno con la complejidad de nuestro mundo natural y cultural? Cada docente tiene su respuesta.

1.2. Una segunda idea es la necesidad de conocer esa nueva disciplina, la neuroeducación, para la comunidad educativa y, en general, para todo aquél que le interese el fenómeno del aprendizaje.

Así era definida en una obra anterior: “Neuroeducación es tomar ventaja de los conocimientos sobre cómo funciona el cerebro integrados con la psicología, la sociología y la medicina en un intento de mejorar y potenciar tanto los procesos de aprendizaje y memoria de los estudiantes como enseñar mejor en los profesores” (Neuroeducación, 2013).

Hay dos consecuencias inmediatas, que merecen destacarse: primera, al establecer una nueva visión educativa fundamentada en nuestro conocimiento del cerebro -en todo caso, una disciplina que aún necesita de un desarrollo sistemático-, para su aplicación real y efectiva:

Neuroeducación es, podríamos decirlo así, una nueva visión de la enseñanza basada en el cerebro. Una enseñanza que todavía no es una disciplina de contenidos reglados, es decir, un conjunto de conocimientos que permitan ser aplicados de forma sistemática e inmediata en los centros de enseñanza.

Ibíd. p. 23.

F. Mora nos advierte de la oposición de algunos a “ese maridaje educación-neurociencia”, pero se encuadra dentro de este nuevo movimiento neuroeducativo, por la necesidad y utilidad creciente que puede tener para el trabajo diario de los docentes.

Señala varias líneas de interés en esta dirección:

(…) poner énfasis en algunos conceptos básicos sobre el aprendizaje y la memoria, el juego, la maduración cerebral, el valor de conocer varios idiomas, trazar algunas líneas sobre lo que son las intervenciones tempranas, señalar el valor de la emoción y la curiosidad con la que despertar la atención para después alcanzar un buen conocimiento.

Ibíd. p. 24.

Expongo dos ejemplos. En el primero, nos hace comprender la necesidad de que los docentes tengan un conocimiento actualizado de los procesos básicos de aprendizaje y memoria que, incluye su propia labor:

Hay que transmitir a los maestros que lo que hacen sus alumnos cuando aprenden y memorizan es cambiar el cableado sináptico de sus cerebros para mejor. Es cambiar la física, la química y con ello la anatomía y la fisiología de los cerebros, los propios procesos mentales y la conducta de los niños. (…) Pero paralelamente tal cosa ocurre también en el cerebro de los propios maestros, lo que recuerda a Cicerón cuando señaló que la verdadera manera de aprender bien era enseñando.

Ibíd. pp. 24-25.

Y unido a lo anterior, la importancia del fracaso en todo aprendizaje, tan pertinente en una cultura española que lo estigmatiza inmediatamente:

Y también apuntar que en esos procesos de aprendizaje y memoria hay que aprender a equivocarse. Enseñar a los alumnos el valor de la equivocación. A darse cuenta de que el error no es algo negativo, sino una constante intrínseca al propio proceso de aprendizaje y memoria. Sin error no hay creatividad, que es el máximo de lo que nos permite aprender algo nuevo en el mundo.

Ibíd. pp. 27-28.

Un segundo ejemplo: la importancia del juego conectada con nuestra evolución individual, y el porqué de su importancia:

A edades tempranas el juego es el disfraz con el que se camufla el aprendizaje. A esas edades, preescolar y primaria, el cerebro absorbe, aprendiendo y memorizando, información sensorial y motora con la que desarrolla circuitos neuronales específicos del cerebro. Es la edad de aprender bien los “perceptos” directamente desde la “realidad”, no en vídeos, dibujos en la pizarra o programas varios de ordenador.

(…) Y es después, aprendidos bien “los perceptos”, que se asimilan de forma adecuada luego los conceptos, los abstractos, las ideas. Por eso no se deberían llevar los deberes a casa. Los deberes a esas edades tendrían que ser suprimidos. En casa hay que jugar en el ambiente emocional espontáneo no reglado, confirmando la solidez máxima del aprendizaje básico de los niños.

Ibíd. pp. 28-29.

Como es fácil comprobar una parte de los debates educativos no están fundamentados sobre el rigor y la validez científica: solo queda la opinología como subjetivismo acrítico, donde todo se ideologiza inmediatamente, para ocultar esa pereza intelectual que ha definido históricamente nuestro país.

La neuroeducación sirve, entre otras funciones, para destruir esos neuromitos (el efecto Mozart; el mito de la utilización de un 10% de las capacidades del cerebro…) que siguen funcionando, y que, asumidos, moldean presupuestos de discusión equivocados.

Como aperitivo sobre estos temas, lean estos dos grandes artículos, “Neuroeducación. Estrategias basadas en el cerebro”, de Jesús Guillén, un autor clave para estar actualizado en esta dirección; y “Educación y Neurociencia: ¡Preparados para entenderse!«, del siempre interesante José Blas.

Conectado con lo anterior, una observación que es, sobre todo, del estado actual de la pedagogía: existe una necesidad de contrastar con una evidencia amplia gran parte de los conceptos y teorías que continuamente proliferan en la actualidad educativa –sospechen de esta expresión tan común: “Una nueva revolución educativa…”–.

Sigue pendiente esta tarea: la transformación de la pedagogía en una ciencia del aprendizaje en el s. XXI, con una validez experimental que vaya creando “una base mínima” de diálogo entre corrientes diferentes.

Dicho de otro modo: solo puede haber una transferencia enriquecedora entre la pedagogía y la neuroeducación, si cada una de ellas tiene una seguridad epistemológica que permita un bucle de retroalimentación que las haga avanzar mutuamente.

Es hora de abordar la segunda consecuencia, en ella F. Mora nos expone los puntos nucleares de cualquier proceso de enseñanza: la emoción, la curiosidad, la atención y el aprendizaje y la memoria.

Por su gran interés pedagógico, los repasaré de uno en uno en una secuencia ordenada, aprovechando la didáctica exposición que nos brinda el gran neurocientífico español.

La emoción es el pivote o núcleo cerebral alrededor del cual gira toda enseñanza –»Sí, definitivamente, la emoción es la energía que mueve el mundo», en su feliz expresión–, y que todo docente debe fomentar con diversas estrategias metodológicas:

Yo sostengo que es en la emoción donde residen los fundamentos básicos de una buena enseñanza. La emoción es la energía que mueve el mundo humano. (…) Las emociones son mecanismos inconscientes que que utiliza el individuo para sobrevivir y comunicarse y para hacer más sólidos los procesos de aprendizaje y memoria. (…) Y todo esto nos lleva a que el binomio emoción-cognición es indisoluble. (…) Pues bien, la emoción en positivo es el proceso cerebral base que pone en marcha un buen aprendizaje abriendo las puertas de la atención y que permite construir una buena educación.

Ibíd. pp. 37-39.

Toda emoción está entrelazada con la curiosidad, que desencadena todo verdadero aprendizaje:

La curiosidad es el primer elemento base en el proceso de aprendizaje. (…) La emoción se enciende y es consustancial con la curiosidad, esa característica innata que lleva a inspeccionar el entorno espontáneamente e indagar y explorar y resolver problemas. (…) A su vez, la curiosidad es la llave que abre la puerta de la atención, (…) Y es así que hoy se conocen varios tipos de curiosidad, o de procesos atencionales y de aprendizaje, y también de memoria.

Ibíd. p. 41.

Esta última consideración es crucial pedagógicamente: existe un pluralismo de todo los procesos básicos del ser humano -percepción, atención, memoria, lenguaje o aprendizaje-, que la pedagogía del s. XXI debe tener en cuenta.

De este modo, podemos comprender la atención, aunque nos quede aún un largo camino:

Y aun cuando todavía no se conoce en neurociencia, pero sí lo sabemos por psicología, el “tiempo atencional” en el niño (el tiempo que el niño es capaz de mantener la atención) no es el mismo que en un joven, un adulto o un viejo, tanto para aprender una percepción concreta como para adquirir un concepto abstracto relativamente complejo. Y se especula con que “el tiempo atencional” de una clase que se requiere para las enseñanzas de medicina pueda ser diferente al de una clase de derecho, ingeniería o arte. Sin duda, todo ello pasará por el tamiz evidente de quién sea el profesor que imparte la clase, la edad de la persona, que aprende y su entrenamiento previo y, por supuesto, la curiosidad que despierte el tema de que se trate.

Ibíd. p. 42.

Todo lo anterior, pone en marcha nuestros sistemas de aprendizaje y memoria, que están siendo alterados en nuestra sociedad hiperconectada:

Y es que, durante la construcción biológica del ser humano la memoria ha sido, en esos pocos millones de años en los que el cerebro ha aumentado su volumen (en desmesura comparado con cualquier otro animal de igual o similar peso de cuerpo) de un verdadero valor para su propia supervivencia. Y junto a ella, la memoria, poner “el pie en la tierra”, en lo sensorial, lo emocional y lo motor y en relación con las personas “biológicas” en un tempo real es lo que ancla los conocimientos humanos con firmeza a su propia naturaleza, cosa que empezamos a a pensar puede ser influenciada de modo negativo por internet. (…) Precisamente muchos pensadores han señalado la necesidad de educar a los niños en una nueva cultura de la lentitud y encontrar en ella un “tiempo reposado” con el que dar la oportunidad de “otear un norte de futuro” que se nos presenta cada vez más difuminado. Y en ese tiempo reposado, además, encontrar silencios como aquellos que son parte de la construcción de la propia dignidad humana.

Ibíd. p. 27.

Perdonen por la autocita, pero es necesaria como corolario de todo lo anterior, enunciando la perspectiva histórica del impacto de la neurocultura en el s. XXI:

Finalizo con una visión de conjunto: la neurocultura está impregnando el desarrollo de nuestro siglo XXI. Hace décadas que el genial Roger W. Sperry nos iluminó con sus trabajos pioneros sobre las funciones de los hemisferios cerebrales, una investigación con una ilustre herencia de sus problemáticas en la historia de la psicología y neurología. Ernst Kandel, Joseph E. Ledoux, Antonio Damasio, M. Gazzaniga, Antonio M. Batrro, David Eagleman, Judi Willis o Sarah-Jayne Blakemore/ Uta Frith y muchos otros nombres de la primera línea mundial de investigación de diferentes campos, nos están replanteando qué significa pensar, sentir, y fenómenos como la conciencia y el inconsciente, o cómo todo ello condiciona los procesos del aprendizaje. Francisco Mora es uno de ellos, y nos proporciona unas primeras claves para poder relacionar adecuadamente esos dos mundos que están relacionados: nuestro cerebro y nuestra capacidad de aprender en este mundo hiperconectado.

Una tarde con Francisco Mora

Hasta aquí, y advirtiendo de que hay muchos más, hemos desarrollado algunos temas e intereses educativos para nuestros lectores.

II

2. El segundo eje es la necesidad de pensar la idea de ser humano en su complejidad emocional, cognitiva y social, moldeando una nueva antropología en el diálogo científico y filosófico del s. XXI.

Esa complejidad está conectada con problemas clásicos de la tradición filosófica, que las neurociencias replantean desde la evidencia que van acumulando.

Para no perdernos en esta selva de contenidos, seleccionaré tres apartados -asimismo capítulos del libro-, al que seguirá una conclusión personal.

2.1. La libertad.- Este concepto vamos a interpretarlo desde el punto de vista biológico -aún así, sólo en ciertas dimensiones-, para luego afrontar el problema filosófico de fondo que suscita.

Como afirma F. Mora, “Y es que no hay ser vivo al que le guste estar o vivir restringido de movimiento”. Desde su pasado evolutivo y de supervivencia, el hombre tiene unos límites biológicos que estamos empezando a desentrañar.

Hay una escala desde los animales más simples hasta los más complejos, que está relacionado con su respuesta a los estímulos del medio, de este modo, en el ser humano, “(…) estas reacciones espontáneas “libres” del individuo (reflejo) se convirtieron en reacciones “emocionales” todavía “más libres”, en el sentido de ser más flexibles, pues permitían escoger “inconscientemente” diferentes opciones de huida o ataque (lo que no ocurre con los reflejos).”

Como mamífero que somos, esta libertad de movimiento es intrínseca a nuestro estar en el mundo: “El hombre, como mamífero, ha nacido para correr, saltar, explorar libremente y también para pensar y decidir en su interacción con los demás, pues es un ser biológico, un ser que vive en el mundo”.

Es, sin embargo, otro tipo de condicionamientos los que requieren nuestro interés: la toma de decisiones, o sea, aquellas acciones que son consecuencia de nuestra voluntad libre, tal como han sido pensadas en la tradición filosófica.

En éstas podemos diferenciar situaciones concretas y simples, y situaciones que afrontamos reflexivamente y, por tanto, complejas. Sabemos que las primeras se realizan casi automáticamente y tienen un núcleo emocional: “Se piensa que posiblemente sea la optimización del placer lo que subyace a la resolución del conflicto de esa elección. En otras palabras, la persona elige aquello que su cerebro le señala (de modo inconsciente) como más placentero en ese momento, es decir, sin “saber” por qué escoge justo eso”.

Pero donde las neurociencias están revolucionando el marco de discusión, es justamente en las segundas: “(…) evaluadas las opciones disponibles, toda persona tiene siempre, antes de sopesar de forma racional la situación, una primera impronta emocional, un “clic” inconsciente, que inclina la balanza de las decisiones hacia un lado o hacia otro”. Como explica F. Mora, la respuesta es el concepto de tiempo cerebral: todos los procesos cerebrales inconscientes son rápidos2, producto evolutivo de nuestra lucha por la supervivencia, mientras que los procesos cerebrales conscientes son lentos.

Basándose en el trabajo de Benjamín Libet, podemos afirmar lo siguiente: “En resumen, el cerebro inconsciente prepara la acción antes de que la persona exprese su intención de actuar”.

Llegamos, pues, al problema filosófico: ¿tenemos algún margen de libertad en este vínculo entre lo inconsciente y lo consciente? F. Mora expone su posición: por necesidad biológica en nuestra evolución, hemos tenido que ahorrar en el tiempo de respuesta, de ahí nuestro cerebro inconsciente, pero “dejando a la conciencia ese pequeño margen de control último (…)”3.

Hay, en este terreno, la sospecha siempre de que los seres humanos necesitamos justificar nuestra libertad por las consecuencias ética, política y social que conllevan –esa fue mi impresión leyendo Incógnito (2013), del neurocientífico David Eagleman4–.

2.2. El miedo. Afrontaremos esta realidad que nos desasosiega continuamente, siguiendo esta doble idea: analizando la pluralidad de miedos de los seres humanos, y la relación dinámica y fluida entre el miedo y la memoria.

Si vemos en perspectiva nuestra historia evolutiva, cabe distinguir dos grandes tipos de miedos, aquellos inaugurales que procedían del entorno, del medio ambiente, y los que producimos nosotros como especie:

Pues, al igual que en los amaneceres de la hominización el miedo arrancaba de los signos o señales del medio ambiente, fueran sangre o depredadores animales (peligros para vida), con el tiempo esas señales se refocalizaron en el hombre mismo. Con el Homo sapiens y la socialización de los grandes grupos humanos, nacieron los verdaderos miedos de hoy, aquellos del hombre al hombre, auténtico depredador social.

Ibíd. p. 65.

En el s. XVII, el filósofo Thomas Hobbes analizó esa función política del miedo, caracterizando el estado de naturaleza anterior a la organización social, de una guerra de todos contra todos, una reflexión que legitima el principio de autoridad como base del derecho en los albores de la modernidad política, y en su caso, a la monarquía absoluta –esa experiencia histórica de la Guerra Civil inglesa, le hizo preferir la obediencia pasiva a cualquier tipo de libertad de pensamiento en su Leviatán–.

Para F. Mora, “El miedo es ese sentimiento que “sazona” en negativo todas las interacciones humanas y a uno mismo en la soledad (…)”, señalando, a continuación, una idea neurocientífica de gran interés: existe un pluralismo de miedos que nuestro cerebro codifica de forma diferente.

Dicho de otro modo: “Para el cerebro el miedo provocado por el dolor o la sangre de una herida, por el ataque de un animal o por alguien que nos amenaza no es el mismo (…). Todo esto tiene una historia evolutiva que, en parte, ha sido reconstruida”.

No sólo ello, sino que estamos empezando a descubrir el universo fascinante de los miedos heredados. Algo que tiene unas consecuencias de tipo educativo, ético y social que tendremos que asumir:

Y es que si ciertos miedos, como acaba de demostrar la neurobiología molecular, sufridos por los padres, pueden ser heredados por los hijos y transmitidos a lo largo de la cadena de nietos y biznietos por mecanismos epigenéticos, se abre una nueva visión al problema más allá del análisis puramente psicológico o humanista.

Ibíd. p. 68.

Lo anterior, no puede hacernos olvidar un factor principal: toda nuestra conducta viene modulada por la cultura (principios, valores, costumbres ideas y creencias) en que nos desarrollamos.

Aquí, F. Mora nos recuerda una consecuencia para todos aquellos que están interesados en el mundo educativo:

Hoy, muchos pensadores de la educación defienden que es el momento de prestar atención a estos fenómenos y abogar con firmeza por una “pedagogía de la alegría” frente a la “pedagogía del miedo”, abriendo en los niños de par en par las puertas de la espontaneidad y la autoestima.

Ibíd. p. 69.

Un alumno alegre, una clase con un clima emocional positivo, es el medio donde todo verdadero aprendizaje debería darse, de ahí la importancia del humor como herramienta pedagógica, como hace tiempo expuse aquí.

Mucho más, cuando comprendemos que el miedo está vinculado con nuestra memoria, en una escala creciente que, ya como patología, produce disociaciones entre lo emocional u cognitivo, aún siendo un proceso unitario en el plano fisiológico –por ejemplo, en lo que llamamos fobia–.

Todo esto demuestra que las memorias son, en palabras de F. Mora, procesos fluidos, dinámicos –otro proceso básico que se enuncia en plural: toda pedagogía debería tenerlo en cuenta siempre–.

Sí, como todo buen terapeuta sabe, se pueden recablear nuestros miedos porque nuestras memorias también son susceptibles de serlo: el ser humano es un animal capaz de transformarse continuamente.

Nietzsche, el sabio de Sils-Maria, lo escribía mucho mejor: “Solitario, tú recorres el camino que lleva hasta ti mismo”, pero no hay soledad absoluta podríamos corregir al gran pensador alemán: en este mundo todos somos ejemplos para todos en una red de influencias mutuas, como nos avisa la filosofía de la ejemplaridad Javier Gomá.

La sociabilidad no se elige, es más, es la gran vivencia donde se forma y concreta nuestra individualidad, y que se va transformando según las etapas de nuestra vida: infancia, adolescencia, juventud, madurez y vejez.

2.3. La felicidad.- En este terreno resbaladizo, tan proclive a la literatura de autoyuda y a los falsos profetas, F. Mora inicia su reflexión con una humildad previa que le confiere realismo:

La felicidad es un suspiro, momentos fugaces en la vida de los seres humanos. La felicidad permanente es un bien imposible, un estado inalcanzable. Lo que acabo de escribir son realidades, lo demás son ideas y literatura elaboradas por el pensamiento mágico en sus inicios, y después por un largo intento pensante de encontrar una huida al sufrimiento y a la falta de sentido de la vida humana. No hay respuestas, ni filosóficas ni científicas, a ese haber sido invitados a la fiesta de la vida sin que nadie nos pregunte.

Ibíd. p. 143.

Desde su perspectiva neurocientífica, una primera advertencia es no confundir placer y felicidad -validando este antiguo razonamiento de la filosofía griega-. Y la razón es que todo placer es una emoción intensa vinculada a un desequilibrio interior, en verdad, una necesidad biológica universal de los seres vivos, con una función específica:

El placer no es felicidad. El placer es un engaño con el que la naturaleza pinta y hace atractivo todo aquello que nos mantiene vivos como individuos y como especie. El placer es una emoción, unas brasas que todos llevamos dentro y que se encienden en fuego vivo con el desequilibrio biológico interior. Desequilibrio, inestabilidad del organismo, insastifacción y necesidad. (…) En realidad, el placer es un señuelo, un invento biológico universal con el que se engaña al ser vivo. Una conducta inconsciente conducente a conseguir aquello que le falta. Y cuando esto se obtiene, el placer se desvanece.

Ibíd. p. 145.

O sea, “el placer no es la felicidad ni la produce”, pero sí debe tenerse en cuenta para una reflexión cabal sobre su vínculo con la felicidad, por una razón importante: “Por el contrario, es cuando el placer desaparece y se restauran las necesidades biológicas cuando asoma la felicidad (…)”.

De este modo, F. Mora nos está indicando de que toda felicidad es subjetiva, social, cultural e histórica, estableciendo una doble crítica: la felicidad no se puede identificar con el dinero o la riqueza –algo que ya había hecho Aristóteles en su Ética a Nicómaco–, ni se puede buscar en “esa otra idea mágica que se llama Dios” o sea, cualquier trascendencia.

E introduce otra reflexión importante: la preponderancia que se ha dado filosóficamente a la actividad para alcanzar la felicidad (también de raíz aristótelica, y que llega hasta B. Russell), no es cierta, y la razón es que toda actividad es ambivalente –adjetivo que añado a la reflexión de F. Mora–, o sea, a veces nos produce un alegría y satisfacción imposibles de negar, y otras, “ha sido fuente de infelicidad y sufrimiento constante”.

A continuación, ampliando su mirada, explica y enfrenta las perspectivas oriental y occidental en la búsqueda de la felicidad:

Una búsqueda de esa misma felicidad desarrollando una conducta consistente en cerrar los ojos al mundo tras reconocer que es este el que genera el dolor y el sufrimiento. Lucha consistente en un evitar, “pasivo” y sedentario, la entrada de la información sensorial al cerebro, cerrando así el paso a la conciencia de la irredenta e irresoluble miseria del entorno. Lucha guiada, conducida por la idea de que si el bienestar es un estado mental, la verdadera fuente de ese bienestar debiera residir en la mente. Y así comenzó la meditación, ese escapar del mundo a través de procesos cerebrales que negaron el movimiento, la lucha, el bienestar material. Y ese fue el origen de vidas y pensamientos opuestos y divergentes entre occidente y oriente. Unos seres humanos mirando hacia fuera y buscando “afuera” la fuente del bienestar y la felicidad. Otros mirando hacia adentro, ignorando las recompensas y los castigos del mundo. Y esto último ha sido el budismo y, repito, la meditación.

Ibíd. p. 150.

No hay respuestas definitivas, somos animales metafísicos llenos de preguntas que nos superan, pero a las que estamos entrelazados desde nuestra finitud consciente –Kant ya nos había indicado esa tendencia natural a la metafísica del ser humano–.

Con lo que volvemos a esa descripción inicial de la felicidad que F. Mora: “La felicidad es un suspiro, momentos fugaces en la vida de los seres humanos”. No es poco, sugiriéndonos de que toda felicidad debería escribirse con minúsculas, lejos de cualquier búsqueda imposible de un estado permanente: solo en el oficio de vivir, donde todos podemos hallarla en los fragmentos del tiempo, aunque nadie la retenga para siempre.

III

CONCLUSIÓN

De la lectura anterior, termino con dos ideas que me parece importante subrayar:

1. La pedagogía, ese ciencia del aprendizaje en el el s. XXI, necesita incorporar todos los hallazgos y avances de las neurociencias, junto a otras de diferente naturaleza, y por ello la neuroeducación será una disciplina clave, aunque es necesario un desarrollo sistemático de la misma, que aún no se ha producido: un campo apasionante que se está abriendo.

Para que este objetivo se cumpla, dos condiciones al menos deben ir realizándose: establecer una base sólida de evidencia en gran parte de los conceptos y/o teorías pedagógicas, que sirva de mínimo común para un diálogo enriquecedor; y segunda, sólo así podrá establecerse una transferencia adecuada entre la pedagogía del s. XXI y las neurociencias y otras disciplinas, desde esa seguridad epistemológica previa.

2. Se está moldeando una nueva idea del ser humano en nuestro siglo hiperconectado, una antropología fascinante que tiene en las neurociencias una de sus principales fuentes. Enumero rápidamente cuatro líneas de reflexión que pueden indicarnos ese nuevo continente y contenido:

2.1. El binomio emoción-cognición, que aparece indudable para comprender nuestro pensamiento y acción, más allá de dualismos anacrónicos.

2.2. La apasionante plasticidad cerebral que rige nuestra vida, un argumento que derriba cualquier determinismo y nos obliga a concienciarnos como ese animal que aprende durante toda su vida.

2.3. Una idea señalada en otras ocasiones por F. Mora, la transición del genoma al ambioma: “el conjunto de elementos no genéticos, cambiantes, que rodean al individuo y que junto con el genoma y proteoma conforman el desarrollo y construcción del ser humano o pueden determinar la aparición de una enfermedad”, o sea, la importancia fundamental de la interacción entre nuestra herencia genética y el ambiente para nuestro desarrollo individual: una clave científica que condicionará nuestro futuro abriendo perspectivas que aún desconocemos.

2.4. Y la complejidad cerebral y, por tanto, mental de todos los procesos básicos del ser humano: percepción, atención, memoria, lenguaje o aprendizaje.

Esa complejidad implica la pluralidad de cada uno de ellos, un factor decisivo para comprender toda la vida individual y colectiva del ser humano en nuestra sociedad del s. XXI.

Termino animándoles a que se acerquen a este última libro de F. Mora –un aperitivo para proseguir luego con su prolífica obra–, iniciando su propio diálogo intransferible. El añorado Umberto Eco lo decía mejor: “Los libros se respetan usándolos, no dejándolos en paz”. Disfruten, lo demás viene por sí solo.


NOTAS AL PIE

Su última obra es Cuando el cerebro juega con las ideas, Francisco Mora, Alianza Editorial, 2016, protagonista de esta lectura.

El autor es Catedrático de Fisiología Humana por la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, doctor en Medicina por la Universidad de Granada, y doctor en Neurociencias por la Universidad de Oxford, asimismo desarrolla su trabajo actual entre la Universidad de Iowa y España.

Ha desarrollado una obra prolífica, por ejemplo: Neurocultura, Alianza Editorial, 2007, Cómo funciona el cerebro, Alianza Editorial, 2009, El bosque de los pensamientos, Alianza Editorial, 2009, El dios de cada uno: por qué la neurociencia niega la existencia de un dios universal, Alianza Editorial, 2011; o Neuroeducación. Sólo se puede aprender aquello que se ama, Alianza Editorial, 2013.

2 En una obra de gran interés, Pensar rápido, pensar despacio (2015) –fruto de su trabajo conjunto de investigación con el psicólogo Amos Tversky–, Daniel Kahneman, Premio Nobel de Economía gracias a sus aportaciones de la psicología en ese campo, analiza estos dos tipos de pensamiento del ser humano: el Sistema 1, rápido, intuitivo y emocional; y el Sistema 2, más lento, reflexivo y racional.

3 Su pensamiento es refrendado por otros grandes investigadores, como refleja directamente:

O las opiniones de los psicólogos Richard Gregory y Vilayanua Ramachandran al señalar que “nuestra mente consciente puede carecer de libre albedrío, pero tiene sin duda la capacidad de vetar”. O Michael Gazzaniga, un adelantado en el campo de la neurociencia cognitiva, quien sentenció, “el cerebro es automático pero la persona es libre”. Y por tanto es responsable.

p. 61. Cuando el cerebro juega con las ideas, Francisco Mora, Alianza Editorial, 2016.

En Incógnito (2013), David Eagleman aplica una extraordinaria dosis de humildad sobre la conciencia –”es como un diminuto polizón en un transatlántico, que se lleva los laureles del viaje sin reconocer la inmensa obra de ingeniería que hay debajo”–, haciéndonos ver la concurrencia de diferentes mecanismos inconscientes en el cerebro que compiten entre sí para resolver un mismo problema.

En verdad, puede interpretarse como una confirmación de la intuición freudiana, pero con la evidencia que nos proporciona las neurociencias actuales.

Y mi impresión es que, en ese rebajamiento del papel de la conciencia, se limita tanto la realidad de la libertad humana que, aunque quiera después salvarse, es muy problemática, o casi imposible por esa previo análisis crítico.


BIBLIOGRAFÍA

1. Neuroeducación. Francisco Mora, Alianza Editorial, 2013.

2. Cuando el cerebro juega con las ideas. Francisco Mora, Alianza Editorial, 2016.

3. Pensar rápido, pensar despacio. Daniel Kahneman, Debate, 2015.

4. Incógnito. Las vidas secretas del cerebro. David Eagleman, Anagrama, 2013.

5. “Una tarde con Francisco Mora”INED21, José Luis Coronado, 22/02/2014.

6. “Entrevista a Francisco Mora”, INED21, José Luis Coronado, 15/09/2014.

7. “Neuroeducación. Estrategias basadas en el funcionamiento del cerebro”, INED21, Jesús Guillén, 30/07/2014.

8. “Educación y Neurociencia: ¡Preparados para entenderse!”, INED21, José Blas, 20/01/2016.

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