Aunque todos los docentes tenemos nuestras recetas pedagógicas –en pos de la Evaluación inclusiva–, convertir lo universal –el currículo– en una experiencia de aprendizaje única para cada estudiante e intentar que este saque lo mejor de sí mismo en las clases, no es tarea fácil.
Pero, ¿cómo podemos convertir los criterios de evaluación de nuestras materias en aprendizajes esperados o imprescindibles que podamos seleccionar, llevar a la práctica y lograr una evaluación inclusiva, sin salirnos de la norma y, sobre todo, sin que nos genere frustración o impotencia?
Lo primero que debemos tener en cuenta es que, como profesionales de la educación, no podemos abarcar todo lo que esté en el papel.
Creo, en ese sentido, que es más importante llegar a todo nuestro alumnado en su diversidad con una selección de aspectos de acuerdo con sus características que intentar encontrar aprendizajes útiles y necesarios en cada rincón de nuestros currículos y nuestras programaciones.
La concreción contextualizada de los criterios de evaluación que se encuentran en la norma debe llevarnos a lo importante: la obtención de aprendizajes que esperamos que interiorice cada persona de las que habitan en nuestra aula, los llamados aprendizajes imprescindibles.
Dicho de otra manera: una vez que hemos conocido a todo nuestro alumnado, prioritario aunque ello nos lleve un tiempo, ¿qué es lo que pretendemos alcanzar con ellas y ellos, según lo que nos dicen nuestros criterios de evaluación y, sobre todo, según el perfil humano y competencial que han ido presentando en la primera parte del curso?
Evaluación inclusiva
Con este trabajo previo de reflexión metodológica y evaluadora es como obtendremos el perfil de la materia en ese curso concreto que nos ha tocado dar, con un grupo determinado; a través del conocimiento estrecho de lo que cada criterio encierra, sí, pero sobre todo teniendo en cuenta cómo lo enlazamos con las características y bagajes que ya traen nuestros chicos y chicas de sus entornos.
El criterio de evaluación, por lo tanto, se puede desgranar en esos aprendizajes esperados o imprescindibles, que es lo que nosotros vamos a valorar dentro de cada unidad didáctica.
Recordemos: nunca entendamos el criterio de evaluación como algo intocable e inerte, sino todo lo contrario: debe ser un material de trabajo moldeable ante cualquier circunstancia o imprevisto.
En las unidades de programación que iremos desarrollando trabajaremos uno o varios criterios de evaluación, selección que haremos según los distintos niveles que tenga la clase: lo importante no es lo que pone la norma, sino qué es lo que hemos extraído de la misma en función de lo que creemos que son capaces de alcanzar nuestros estudiantes.
La evaluación continua supone, precisamente, ir identificando y desarrollando, siempre a partir del criterio de evaluación, esos aprendizajes esperados que nosotros ya previamente hemos establecido acorde con nuestro alumnado, y establecer mecanismos de regulación a lo largo del curso que nos ayuden a detectar las dificultades que vayan surgiendo.
Esto supone un esfuerzo, no lo voy a negar, puesto que cada alumno o alumna tendrá su “tabla” de criterios de acuerdo a unos aprendizajes personalizados extraídos de los mismos.
Pero ese esfuerzo es el único que nos puede llevar al encuentro del ansiado equilibrio como fórmula necesaria en la evaluación: en educación, la equidad no se consigue dándole lo mismo a todos, sino dándole a cada persona lo que necesita, según sus virtudes y sus debilidades.
De ahí la importancia de convertir la evaluación siempre en un acto individualizado y mutable.
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Los criterios de calificación
¿Y de dónde sacamos la nota? De esta pregunta surge la necesidad de presentar criterios de calificación, es decir, la valoración cuantitativa y cualitativa de los aprendizajes esperados.
Para ello, una vez tengamos, por ejemplo, una sencilla tabla por cada criterio en la que hemos desglosado los aprendizajes esperados o imprescindibles para cada estudiante, asociados siempre a determinadas competencias, podemos diseñar instrumentos y herramientas de evaluación que nos permitan poder darle un valor numérico, o no, a cada aprendizaje.
Luego, bastaría con hacer la media -o simplemente hacer un balance equilibrado de los avances, y obtener un resultado, un valor, que es el nivel que ha alcanzado el alumno o la alumna en ese aprendizaje.
Una evaluación inclusiva nos permitirá siempre minimizar cualquier signo de posible fracaso: como hemos diseñado los aprendizajes esperados según el perfil, características y necesidades de cada alumno o alumna (recordemos que hemos adaptado cada criterio a cada uno de ellos y ellas), será menos probable que tenga una valoración negativa.
No hemos partido del criterio, recordemos: hemos partido de la persona y hemos adaptado el criterio de evaluación a la misma.
Creo, de todos modos, que, para una evaluación inclusiva plena, la clasificación del alumnado según la medición numérica de sus resultados tiene dudosos beneficios.
No lo voy a negar. Sin embargo, en el modelo actual, y a la espera de avances en el terreno de la educación en el ser, se hace necesario, como mínimo, buscar cierto equilibrio y perderle el miedo a una visión tradicional del currículo y de sus criterios de evaluación, elemento transversal del mismo.
Recordemos que son estos, exclusivamente, herramientas de trabajo que nos deben facilitar la tarea de profundizar en las habilidades y emociones que ya ha ido cultivando el alumnado en su interior, antes de que nosotros, los docentes, existiéramos en sus vidas.
No sería descabellado, en ese camino, pensar en que ellos mismos sean los responsables de elaborar esos perfiles competenciales que los lleven a conocerse mejor y que los conduzcan a identificar cuáles son los logros -aprendizajes- que, a partir de cada elemento curricular, son capaces de alcanzar.
Un camino laborioso, por lo tanto, pero apasionante a la vez, el de cada docente, en la búsqueda de una forma personalizada de evaluar que sea inclusiva, respetuosa y que procure no dejar a nadie en el camino.