Suspenso por actitud

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Suspenso: «Te bajé dos puntos por mal comportamiento”. “Suspendió por no hacer la tarea”. “Si sigues portándote así, vas a suspender”. Seguimos, día tras días, diciendo u oyendo en el entorno escolar continuas valoraciones sobre la actitud del alumnado.

Estas valoraciones vuelven a dejar de lado la finalidad de la educación de explorar en las aptitudes de las personas y que esto lleve a que quieran cambiar sus actitudes, con el fin de que pueden dar lo mejor de sí mismos en cualquier situación. ¿Qué está ocurriendo?

La actitud que un estudiante muestra hacia el aprendizaje es importante, no lo voy a negar. Sin embargo, creo que nuestra labor como docentes no es realizar apreciaciones sobre aspectos actitudinales -que muchas veces van más con la personalidad del individuo y que otras encierran situaciones más graves- sino recoger información de carácter técnico a partir de los aprendizajes imprescindibles que hemos logrado que el estudiante convierta en vivencia personal.

Al igual que no reprendemos al estudiante por tener timidez, un comportamiento que no es el esperado no debe representar un castigo, un suspenso, en el proceso evaluador, puesto que ese castigo tendrá dudosa repercusión formativa o reguladora (recordemos que la evaluación debe ser siempre formativa). De hecho, es muy probable que, de esa manera, desmotivemos aún más al alumno o a la alumna.

Los procesos que emprendemos los docentes con nuestro alumnado deben adecuarse a las necesidades de aprendizaje que presenten estos. Otra cosa es que nos sintamos desbordados ante esta situación, si tenemos en clase muchos alumnos o alumnas que se comportan mal: en ese caso, toca, por ejemplo, solicitar más recursos humanos y materiales a la administración para poder atenderlos adecuadamente, tal y como cada persona se merece, independientemente de los rasgos de su personalidad.

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Suspenso vs Estrategias conscientes y reflexivas

Para conseguir este fin, las estrategias que usemos deben permitirnos desplegar acciones organizadas de manera consciente y reflexiva. Así, no es positiva la improvisación en el aula (la improvisación es muchas veces lo que nos lleva a reproducir lo que hicieron con nosotros cuando teníamos esa edad):

Tenemos que conocer previamente a nuestro alumnado para saber qué precisan, aunque ello nos lleve tiempo; solo de esa manera podremos posibilitar su aprendizaje y lograr junto a ellos y con ellos los objetivos planteados.

La actitud, en sí misma, no es un criterio de evaluación, ni una competencia y tampoco un contenido. Es una barrera que nos impide ver el nivel de desempeño que pudiera alcanzar un estudiante cuando queremos que movilice o sea capaz de alcanzar un aprendizaje imprescindible.

Cuando los docentes decimos frases como “nos pagan para enseñar”, nos estamos olvidando de la otra parte, de la parte esencial: la del alumno o la alumna a la que tenemos que evaluar -de acuerdo con sus grados desempeños- en la resolución de problemas que simulen contextos reales, movilizando así sus conocimientos, destrezas y valores. Si un aspecto actitudinal bloquea esta posibilidad en la relación estudiante-docente, habrá que intentar reorientar los procesos.

No se trata de, para ello, quitarles responsabilidad a los estudiantes que habitualmente se portan peor; todo lo contrario: se trata de hacerlos más responsables que nunca, ya que la regulación que tenemos que llevar a cabo debe ir encaminada a reforzar su papel activo y autónomo; nos interesa que dejen de portarse mal y para ello es fundamental que despierten interés y curiosidad por los aprendizajes.

Todo esto nos lleva al importante debate sobre las metodologías, que es de lo que sí somos responsables los docentes directamente.


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En ese punto considero que la principal receta, por mucho que escuchemos de otros compañeros lo que les sale bien en otros contextos, es aquella que nos funciona de acuerdo con las características de la persona con la que estemos trabajando –y que solemos encontrar en las antípodas del suspenso–.

Hagamos lo que hagamos en una clase, es fundamental mantener la motivación por aprender, lo cual requiere de enorme complejidad, porque el ejercicio docente se demuestra realmente en las técnicas o ayudas que somos capaces de desplegar o poner en práctica para que el alumnado comprenda lo que aprende, sepa para qué lo aprende y sea capaz de usar lo aprendido en distintos contextos.

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Metodologías personalizadas

En ese punto es cuando es necesario que ampliemos nuestra formación en aquellas metodologías activas y contextualizadas, para lo cual le plantearemos las situaciones de aprendizaje a nuestro alumnado como un plan de acción -un proyecto- en el cual todos deben tener su función, como parte del camino hacia el éxito.

Puede ocurrir, no lo voy a negar, que durante todo ese proceso haya un estudiante disonante, rebelde, que se niegue a trabajar o que dificulte el trabajo de los demás. Pero recordemos, si lo castigamos ipso facto, nuestra función educadora volverá a verse mermada, ya que lo que nos interesa es que estudiante sea uno más del grupo clase (he ahí la función reguladora que deben tener los aprendizajes).

Volvamos al inicio. Recordemos: frases como “fulanito, te voy a poner un suspenso por portarte mal”, no conducen a ningún aprendizaje esperado ni a ningún objetivo curricular, y mucho menos competencial.

Nos conducen más a todo lo contrario, a alejar aún más las ganas de aprender que, a buen seguro, tuvieron muchos chicos y chicas en algún momento de sus vidas, hasta que llegó alguien y los suspendió por actitud.

Es en ese momento cuando, sin darse cuenta, empezaron a quedar fuera; empezaron a verse fuera. Empezaron a estar fuera. Fuera y con un suspenso por actitud.

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