Es hora de parar

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“-Arte, ciencia… Creo que han pagado ustedes un precio muy elevado por su felicidad -dijo el salvaje, cuando se quedaron solos-.”

(Aldous Huxley, Un mundo feliz)

Coronavirus

Soy director de un centro escolar. Un director novel que dirige a un centro desde el salón de su casa (quién me iba a decir algo así el pasado uno de septiembre) a causa de la crisis del coronavirus. Mi hija de tres años, la más pequeña de mis cuatro hijos, se me cuelga a la espalda para jugar al tiempo que despliego toda una artillería logística y tecnológica con el fin de intentar llegar a toda la comunidad educativa, también a los que no tienen nada, ni siquiera esperanza. “¿Papi, juegas?”, me dice mi hija una y otra vez.

Teletrabajar

Me traje del Centro aquel lunes fatídico de hace diez días – el último día que lo pisé- todo lo que pillé antes de dar el cerrojazo al Instituto, con el fin de poder “teletrabajar” en condiciones que yo creía óptimas: webcam HD, trípode, móvil del centro para desviar las llamadas, claves, contraseñas de todo tipo, conexión VPN… La primera llamada que recibí fue de una madre diciéndome que su hija se había dejado su material en la taquilla. Le tuve que decir, con todo el dolor del mundo, que no podía ir a buscarlo ya que, a partir de ahora, iba a darse clase a través de la enseñanza virtual. Creo recordar que le dije algo así como “todo va a ir bien”.

Y han pasado casi quince días desde el cierre de los centros escolares en España. Como otras muchas personas, ya casi no distingo cuándo es fin de semana de cuándo no lo es. Se me agolpan los correos de familias desesperadas, alumnado perdido y profesores angustiados. Monto incluso un servicio de atención a familias a través de videollamadas, diseño un sistema de préstamo de tabletas a familias sin recursos, creo tutoriales a destajo para padres que no saben entrar a un mail y para docentes que no saben poner copia oculta en un correo.

Canales de comunicación

Monto y relanzo el canal de YouTube del Instituto, convierto las redes sociales del centro en la voz de la esperanza de muchas familias y me atrevo incluso a hacer un directo en donde mando un mensaje de aliento a toda la comunidad educativa, como buenamente sé; pongo a disposición de la Administración a uno de mis docentes porque sabe manejar una impresora 3-D; monto clases virtuales a contrarreloj a mi alumnado desquiciado, al menos hasta que les veo las caras y lo que veo soledad, abatimiento, aturdimiento, cansancio, desesperación, tristeza… Pero yo sigo: los intento valorar, premiar, aplaudir y alentar, todo ello mediante una clase a distancia lo más amena posible, al tiempo que les animo a seguir haciendo sus tareas como chicos y chicas responsables porque “todo va a ir bien”.

“…y no lo sabíamos”

parar

UNESCO

En el momento de escribir estas líneas, la UNESCO publica que más del 80% de la población escolar mundial está fuera de la escuela a causa del COVID-19. 1.37 mil millones de personas, de niños. De niñas. De adolescentes. Y pronto será el 100%. Pero nos vienen a decir a nosotros, los docentes, y a nosotros, las familias, que hay que seguir dando clase en la distancia y adaptar nuestros medios a la coyuntura actual, como si no pasara nada, como si la educación universal y obligatoria pudiera seguir desplegando su maquinaria en las condiciones actuales en donde todas sus debilidades y fisuras han quedado retratadas. Sí que pasa.

Y pasa que sin la presencia física de 1.37 billones de chicos y chicas no hay escuela. La educación es un acto profundamente humano y social y lo que no parece lógico es que a esos mismos chicos y chicas a los que hace meses les hemos prohibido usar el móvil en las clases porque es una dañina “arma de destrucción” que les impide socializarse, les pidamos ahora que lo conviertan en su instrumento de salvación socioeducativa. Dejemos de engañarnos. Dejemos de engañar. Porque ahora mismo, lo que están en la cabeza de estos jóvenes, la generación juvenil que sufre encerrada y absorbida en un mundo digital los embates de nuestra inconsciencia son frases como “echo de menos a mis amigos”, “quiero ver a mi abuela”, “quiero salir a la calle” o “éramos felices y no lo sabíamos”.

Educación distópica

Pero tranquilos, que ahora los que nos gobiernan están más preocupados que nunca por la justicia social, por la “brecha digital» y por las desigualdades. Están tan preocupados que han montado una televisión educativa a través de los canales públicos para que las familias que no tienen recursos -sí, esas que probablemente hayan perdido su precario empleo, si es que lo tenían- sienten a sus hijos e hijas a ver matemáticas, ciencias naturales, lengua e historia. Porque claro, a esos colectivos de familias y estudiantes relegados antaño casi a la marginación es ahora a los que más se les pide: que monten un aula en esa casa en la que no tienen WIFI, ni tabletas, ni ordenadores, ni impresora; que desarrollen sus adultos responsables a marchas forzadas destrezas didácticas y que fomenten la autonomía de sus pequeños y pequeñas, porque, admitámoslo, no hay interacción posible delante de un televisor. Y digo familias porque intento diseñar en mi ya atrofiada imaginación un mundo idílico en donde los hombres se van a turnar con las mujeres en un hogar para guiar a sus infantes en el aprendizaje y mantenerlos entretenidos. Yo no sé si lo distópico es lo que está ocurriendo o lo que estoy imaginando.

Yo no sé ustedes, pero al menos yo, me paro: me paro a reflexionar, a repensar la educación, a meditar sobre lo que hemos hecho y lo que nos ha faltado por hacer en la enseñanza. A buscar soluciones al impacto que este cierre educativo va a provocar en esta generación de niños y niñas dañada por el planeta caduco, enfermo y dependiente que les estamos dejando. Me paro a pensar sobre qué les puede salvar en este tiempo tan complejo. En cómo les podemos dar voz para que nos cuenten lo que sienten a través de los medios de los que disponen. Me paro a pensar sobre la manera en que una respuesta a un “¿estás bien?” sea lo más sincera posible.

“Nada hay que temer de los proletarios. Dejados aparte, continuarán, de generación en generación y de siglo en siglo, trabajando, procreando y muriendo, no solo sin sentir impulsos de rebelarse, sino sin la facultad de comprender que el mundo podría ser diferente de lo que es”.

(George Orwell, 1984).  

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