LA E(IN)VOLUCIÓN DEL DOCENTE
La escuela tal y como la conocemos hoy tiene una historia relativamente corta. En las primeras agrupaciones de humanos, la tribu entera era la responsable de enseñar a los pequeños las destrezas y conocimientos que los adultos iban acumulando a través de la experiencia y que decidían que serían valiosos para sí mismos y para la comunidad. Aprendían a cazar, a encender un fuego, a despiezar un bisonte o a olfatearlo.
Durante la Edad Media, los niños aprendían desde muy jóvenes los oficios de sus padres: agricultor, zapatero, forjador, ganadero, y la mayoría estaban predestinados a continuar con esos oficios, y lo aprendían practicando con ellos.
La educación, entonces, servía para preparar a los niños para ser válidos a su comunidad, al modelo social y económico prevalente. Pero ya entonces, aquellos con más ansias de aprender se desplazaban miles de kilómetros buscando a maestros, filósofos y físicos y seguirlos como discípulos. Estos maestros eran respetados como sabios y su objetivo no era enseñar un oficio, sino profundizar en el saber y la comprensión del Universo y el Ser Humano. Platón, Aristóteles, Buda, o los grandes hombres del Renacimiento como Da Vinci crearon las bases de las primeras escuelas.
Ellos no enseñaban un currículum cerrado. Paseaban y observaban el mundo junto a sus alumnos y juntos reflexionaban para dar respuesta a sus preguntas, a su curiosidad, a sus intereses. Estos maestros guiaban a sus discípulos, estimulaban su pensamiento crítico y creativo, y respondían a sus preguntas con nuevas cuestiones.
Maestro y discípulos formaban comunidades de aprendizaje que se estimulaban mutuamente para llegar a cuotas de conocimiento y comprensión del Universo mayores. De estas comunidades surgieron grandes hombres, filósofos, científicos, artistas, matemáticas y físicos, que lograron grandes avances para nuestra sociedad.
Pero esta educación, es cierto, estaba restringida para unos pocos, en general para aquellos cuyos talentos (1) eran mayores.
MÁS CAPAZ
La industrialización abrió las puertas de la escuela para todas las capas sociales y, con ella, la posibilidad de progreso, más oportunidades de realizar un trabajo distinto al de tu familia; y, poco a poco, la ruptura de un sistema de clases sociales impermeable y la esperanza de una sociedad más culta, más preparada, más capaz.
Sin embargo, esta escuela, desde su formulación en el siglo XIX hasta nuestros días, no siguió el modelo de los grandes filósofos, sino el de la utilidad al modelo social y económico del momento. Esta escuela no trata de dar respuesta a la curiosidad de sus estudiantes, sino de aportar unos bloques de contenidos iguales para todos, que los adultos previamente han seleccionado.
Para las primeras escuelas lo urgente era alfabetizar a la población para obtener una mano de obra cualificada capaz de trabajar en las fábricas, leer y entender las instrucciones, contar las piezas producidas, manejar las máquinas, firmar los recibos de sus jornales. Y sobre todo una mano de obra disciplinada acostumbrada a cumplir unos horarios, rutinas y órdenes.
Platón, Aristóteles, Buda, o los grandes hombres del Renacimiento como Da Vinci crearon las bases de las primeras escuelas.
Con la llegada de un mayor bienestar social, la informática, los sistemas de producción automatizados y la sociedad de consumo, la EGB ya no era suficiente. Necesitábamos gestores, informáticos, ingenieros, abogados, periodistas, que nos ayudasen a mejorar los procesos, a avanzar con las máquinas, a gestionar los miles de datos y procesos que se necesita para llevar el día a día de una empresa, de una administración, a informar de lo que ocurre, a vender los productos. Entonces, nuestra escuela se vuelca en orientarnos hacia los modelos de educación y formación académicos. Las Universidades se multiplican y diversifican, las opciones de títulos aumentan. Los datos de empleo eran claros. Si tienes un título, tienes un trabajo y, además, éste esta mejor remunerado.
La enseñanza obligatoria aumenta hasta los 16 años, pero todos los esfuerzos de la educación se orientan a trabajar las destrezas necesarias para obtener un título Universitario. La formación profesional queda denostada, y quienes no tienen un título Universitario quedan estigmatizados como «fracasado», o simplemente, «menos capaz».
ENCAJAR EN EL SISTEMA
La crisis de los 90 ya nos empujó hacia lo que Ken Robinson denuncia como «la inflación académica». Un título ya no es suficiente. Ahora, se necesitan varios cursos de post-grado, uno o dos máster, varios idiomas, manejo fluido de la informática y la voluntad de hacer lo que le manden cuando se lo manden, la capacidad de encajar en el sistema. Capacidad que es trabajada ya desde los primeros años de escolarización.
En todo este proceso de «homogeneización», el docente ha sido una pieza clave. Su profesión ha ido limitándose cada vez más y ha pasado de los primeros maestros orientados a estimular la curiosidad de sus discípulos, a los docentes de las primeras escuelas, poseedores de un conocimiento que habían de transmitir a sus alumnos y para lo que debían crear sus propios contenidos, materiales y tareas, al tiempo que atender a niños de distintas edades, al modelo del siglo XX cuya función se ha limitado a la de exponer los contenidos del libro de texto y pedir que completen las mismas fichas, a un grupo de niños organizados por edad para después evaluar en qué grado estos niños consiguen memorizarlos.
Así, la formación del docente se centra en afianzar estos contenidos y en cómo explicarlos de forma secuencial y adecuada a cada nivel de formación, siempre con una premisa implícita: el alumnado es homogéneo, y si no lo es, nuestra función es homogeneizarlo. ¿Cómo? Mediante contenidos homogéneos, métodos homogéneos, evaluaciones homogéneas y más recientemente, apoyos y andamiajes que aceleren esta homogeneización para aquellos alumnos con dificultades. Dificultades –claro– para alcanzar este estándar de homogeneización.
Este modelo ha servido, no podemos negarlo, para contar con las generaciones más preparadas y llevar la educación allí donde nunca había llegado. Pero ha llegado el momento de admitir que este modelo ya no sirve, ni para preparar a los jóvenes para su futuro profesional, ni para servir al modelo social y económico, ni mucho menos a sus necesidades individuales de desarrollo, crecimiento y auto-realización. Y, además, no podemos olvidar que este modelo siempre dejó a muchos en el camino y, además, dio la espalda a todos aquellos que mostraron un talento e intereses alejados de los estándares.
Nuestra escuela es un sistema de producción en masa, donde la materia prima, los estudiantes, pasan por un proceso de «industrialización» que tiene por objetivo generar productos iguales y que cumplan con nuestros «estándares de calidad». En este proceso de «industrialización» el docente es el «operario» que aprieta las teclas de la maquinaria. Sirve al sistema. Se preocupa de exponer los contenidos y evaluar la asimilación de los mismos, es decir, se ocupa de que todos los productos que salen de la cadena de producción sean parecidos entre si y cumplan con los «estándares» que previamente han sido definidos por los que administran estas fábricas.
Así, la escuela como institución ha ido perdiendo calidad, autonomía, creatividad y humanismo. Dejó de servir al individuo para servir al sistema, no sólo económico o político, sino también organizativo. Los contenidos, métodos y evaluaciones homogéneas, son necesarios para facilitar y simplificar el sistema y generar datos medibles y comparables, pero nunca lo fueron para garantizar el mejor progreso de los alumnos. En este proceso de estandarización del sistema educativo, los docentes han sido arrastrados en la misma dirección e intensidad, pues ellos, aunque involuntarios, han sido «cómplices necesarios» para que todo este proceso se culminara con éxito.
Se les ha restado autonomía y responsabilidad. Se ha limitado su capacidad para emprender, para innovar, para opinar, para aportar y crear, para adaptarse a las necesidades de su alumnado y a su comunidad. La falta de respeto y prestigio que acusa el cuerpo docente, tiene gran parte de sus raíces en un sistema que los ha arrastrado a la categoría de «productores en masa» sin espacio en muchos casos para aportar elementos diferenciadores y de calidad de sus «productos».
Estamos en una era nueva, la era digital. La digitalización ha revolucionado nuestro sistema económico, incluso político y cuestionado a muchas industrias. La digitalización permite la personalización de la producción y el servicio (marketing 1 to 1) y hasta de la medicina (medicina personalizada), pero también ha eliminado la mano de obra de muchas fábricas.
Las máquinas, los robots están llamados a sustituir a las personas en muchas profesiones y no sólo a los operarios de las fábricas o de almacenes logísticos, sino también a aquellos que se desarrollan en labores de recepción, información, guía, análisis de datos, vendedor, conductor, gestor de compras, empleado de banca, de agencia de viajes, de seguros…
Y ¿AL DOCENTE?
Seguro que habréis leído innumerables artículos de lo que la revolución digital significa para las nuevas generaciones. De las competencias que se les exigirán para enfrentarse a las demandas del siglo XXI. Del vacío que supone estar preparando a nuestros alumnos para profesiones que aún desconocemos.
La falta de respeto y prestigio que acusa el cuerpo docente, tiene gran parte de sus raíces en un sistema que los ha arrastrado a la categoría de «productores en masa» sin espacio en muchos casos para aportar elementos diferenciadores y de calidad de sus «productos».
Las leyes se han modificado y escarbando en sus articulados podemos encontrar fragmentos interesantes que nos dibujan un marco más favorable en las se habla de la importancia de las competencias, de la flexibilización de los contenidos, de la obligatoriedad de utilizar metodologías activas, de personalizar el aprendizaje y de generar un entorno que favorezca que cada alumno desarrolle su potencial al máximo. Fragmentos que para muchos pasan desapercibos bajo el lastre de la burocracia, la tradición, la comodidad, la falta de formación y de cooperación entre docentes y/o de implicación de la dirección del centro, y el temor a la inspección. Pero que cada vez más docentes están decidiendo atender y aplicar.
Aun así, para muchos sumarse a la transformación de la educación es tan sólo una opción. Algo que en realidad no les afecta. Una alternativa a la que pueden, o no, sumarse.
Desconocen que la sociedad digital también les amenaza a ellos. Y lo hace de forma directa y explícita. Hoy son ya diversas las plataformas disponibles para un aprendizaje on line: Khan Academy, Udemy, Smartick, Duolingo, JollyPhonics, Startfall, etc.; los docentes con canales en YouTube con miles de seguidores gracias a su calidad pedagógica como David Calle; las webs de recursos con ejercicios, juegos y tutoriales como Didactalia y las escuelas y Universidades on line que pueden atender cientos de alumnos al mismo tiempo.
Pero también contamos con Nao y Pepper, dos robots que se pueden adquirir por menos de lo que cuesta un docente al mes y son capaces de actualizar y ampliar sus conocimientos en cualquier materia en descargas de apenas 10 minutos de duración.
Esto significa que igual que la digitalización de la economía y nuestra sociedad exigirá de los futuros ingenieros, matemáticos, médicos, empresarios, gestores, administradores o políticos una mayor capacidad creativa y de transformación de su entorno, una actitud de aprendizaje y reciclaje continuas y la capacidad de aportar valor de forma constante a su labor, para competir con las máquinas capaces de hacer cualquier tarea expositiva, rutinaria y repetitiva de forma más eficiente que cualquier humano, también se lo exigirá a los docentes.
La enseñanza como profesión basada en la exposición de contenidos homogéneos, regulados y limitados, también esta llamada a desaparecer y a ser sustituida por sistemas digitales más eficientes, capaces de personalizar el ritmo y profundidad de estos contenidos a demanda del aprendiz y de hacerlo ajustándose a las necesidades, estilo y preferencias de aprendizaje de cada alumnos, aportando textos, vídeos, visitas 3D o audios, sistemas braille o de signos.
Tras un largo periodo de involución, en el que la función docente se ha limitado, constreñido y relegado a la de mera exposición de contenidos para su posterior evaluación, llega un periodo de revolución y evolución en la que la función docente o vuelve a conectar con sus orígenes y se reestructura como guía, mentor, estimulador de la curiosidad, potenciador de la creatividad, líder de su comunidad de aprendizaje capaz de generar las oportunidades, estímulos e interacciones que cada uno de sus discípulos requiera para llevar su potencial al máximo de su desarrollo, o esta llamada a desaparecer y ser sustituida por sistemas digitales.
Hoy se nos plantea una oportunidad única, la oportunidad de una escuela que sirviendo las necesidades de crecimiento y desarrollo de sus alumnos, les prepara a su vez para enfrentarse a los retos de su futuro profesional, social y económico.
La rapidez, convicción y eficacia con que este cambio suceda, por el momento, aún está en manos de cada uno de nuestros docentes. «Los chinos escriben la palabra crisis con dos símbolos.