El día en el que la OCDE, una organización económica internacional, metió las manos en la escuela, a través de la instauración de pruebas estandarizadas para medir competencias, se rompió la educación.
No entro a valorar si la aplicación de pruebas evaluadoras externas como PISA o de compendios estadísticos como TALIS contribuyen a mejorar o no la salud general de los sistemas educativos, ya que creo que no tengo suficiente criterio para ello.
Sin embargo, sí que opino que sus aportaciones a los principios de participación, equidad e igualdad de oportunidades son más que dudosas.
Tal y como señala Murillo:
“Es muy frecuente que los centros educativos se vean forzados por su contexto para poner en marcha el proceso de cambio”. (2004, p. 348.)
Y nada de lo que fuerce a la escuela a cambiar –en cuanto a qué y cómo cambiar– es positivo: el cambio tiene que llegar desde dentro, desde las necesidades concretas de cada centro, desde donde germinan las inquietudes de sus integrantes, cada uno desde la forja de su identidad.
El Informe PISA como referencia
Esta presión externa que tienen los profesionales de la educación a la hora de trabajar en un centro por alcanzar las metas y objetivos establecidos, bien por la administración educativa o bien por organizaciones ajenas que evalúan los procesos educativos en distintos ámbitos externos y determinan su alcance, provoca en la comunidad escolar un esfuerzo añadido que muchas veces acaba en lógica frustración.
Esta situación, además, coloca a la escuela en un rol en cierto modo “pasivo”, a la espera de que lleguen, se publiquen o se divulguen esas metas externas, que además siempre dejan entrever presuntas carencias basadas en generalizaciones o en estándares competenciales presuntamente alcanzables.
En ese rol, a veces asfixiante, la autonomía no se puede usar como una herramienta favorecedora del empoderamiento de la comunidad, sino que solo se ejerce –en teoría– al son de determinados intereses que poco tienen que ver con las necesidades reales de la educación.
Es notable, por ejemplo, que, mientras nos diluimos en esa eterna espera (saber cuáles, según los “expertos”, son las debilidades del sistema), familias y alumnado no suelan participar en la elaboración de los proyectos educativos de los centros, así como en la propuesta de proyectos pedagógicos o en la gestación de otros documentos institucionales.
Los dictados de las evaluaciones externas y sus resultados descontextualizados actúan en la práctica como un marco que limita el ámbito de acción de unos centros que, nublados por tanta exigencia, se ven obligados a ejecutar las políticas de presunta mejora que caen desde arriba.
Mientras el papel de familias, estudiantes y docentes sigue diluido, parece que se le sigue dando más importancia al recetario de medidas que vienen desde los órganos educativos de gestión externa y que normalmente no tienen en cuenta las distintas realidades que habitan en cada contexto, realidades que a veces pasan simplemente por escuchar a los distintos sectores de la comunidad. Pero es muy difícil escuchar cuando nos dicen que tenemos que poner nuestros oídos en otro lado.
Afirman, en ese sentido, Aguado, Melero y Dietz, que “la permeabilidad de la escuela y su posicionamiento como agente de cambio social aparecen como factores clave en el desarrollo y gestión de una escuela democrática.” (2019, p. 139), por lo que urge un reenfoque en esta dirección. Ese nuevo enfoque tiene que dejar de mirar hacia una forma de estandarización de la educación que poco tiene que ver con el día a día de las aulas, esos espacios en donde se tejen los caminos hacia una inclusión real, con sus avances y sus retrocesos.
Colaboración y participación
Una escuela más permeable y comunitaria debe reflexionar sobre la mejora de los procesos colaborativos que se gestan en su interior, entre grupos de estudiantes, entre etapas, entre áreas y materias, entre departamentos y entre los propios centros cercanos geográficamente.
Mirar tanto hacia afuera nos ha hecho olvidarnos de las relaciones que emergen en nuestro entorno cercano y que son las que pueden empujan hacia los procesos transformadores necesarios:
Intentando mejorar la educación, nos hemos olvidado de:
- Mejorar la vida.
- El estudio.
- Y el trabajo de las personas que nos rodean.
Para lograr todo ello, “se hace imperativo que la formación de profesores incluya herramientas y habilidades que favorezcan la participación comunitaria, posibilitando la articulación de los diversos actores de la comunidad educativa mediante diálogos democráticos”. (Sepúlveda-Parra, Brunaud-Vega, Carreño, 2016, p. 124.)
Esto –y no tanto lo que nos digan en los informes con los que nos llenan nuestros correos y se publicitan determinadas entidades en los medios– revertirá en el necesario enfoque de la lucha contra las deficiencias que tenga cada escuela; ello forjará la búsqueda de una inclusión efectiva, no solo como objetivo sino sobre todo como forma de entender y de incluso sentir la educación, también desde el trabajo de la planificación y la gestión escolar (Murillo, Krichesky, Castro y Hernández-Castilla, 2010)
Este pensamiento no invalida la cultura de la evaluación en las escuelas, aunque sí invita a verla y sentirla de otra manera.
Entender los dudosos beneficios prácticos que pruebas como PISA tienen para las realidades de los centros debe servir de aliciente renovador para animar a las comunidades educativas, a través de la cooperación entre todos sus componentes, a explorar la evaluación de lo que hacemos a través de prácticas reflexivas y participativas que no dejen fuera a nadie.
En esas prácticas, los ejes deben revertirse: no se trata de buscar el éxito a través de recetas homogeneizantes sobre el nivel de rendimiento que debieran alcanzar los estudiantes.
Se trata de explorar en la marginación oculta que no se presenta en cifras (esas personas que en la escuela no tienen voz) o en el análisis simplista que defiende intereses de diversa índole y que se resumen en la idea siguiente:
Desde que empezamos a intentarnos reflejarnos en otros espejos, olvidamos las miradas, las imágenes y los relatos de las personas que tenemos más cerca, las que son parte crucial de la escuela.
Referencias
Aguado, T., Melero, H., y Dietz, G. (coord.) (2019). Equidad en educación: experiencias locales en perspectiva global. Revista Fuentes, 21 (2). Al que puedes acceder desde aquí.
Murillo, F. J. (2004). Un marco comprensivo de mejora de la eficacia escolar. Revista Mexicana de Investigación Educativa, 21, 319-360.
Murillo, F. J., Krichesky, G., Castro, A. y Hernández-Castilla, R. (2010). Liderazgo para la inclusión escolar y la justicia social. Aportaciones de la investigación. Revista Latinoamericana de Inclusión Educativa, 4 (1), 169-186.
Sepúlveda-Parra, C., Brunaud-Vega, V., y Carreño, C. (2016). Justicia Social en la Escuela: Representaciones de Estudiantes de Educación Secundaria y Desafíos para la Formación del Profesorado. Revista Internacional de Educación para la Justicia Social. Volumen 5, número 2. Al que puedes acceder desde aquí.