Necesitaba tiempo antes de volver a reflexionar sobre psicología y educación. Tiempo para distanciarme de una realidad que me ha tenido absorta en los últimos meses de trabajo. Un trabajo a pie de Escuela. Trabajo de contacto diario con multitud de colegios y multitud de profesores y profesoras. Trabajo de hablar, de escuchar y, sobre todo, de entender y hacer entender.
No soy maestra. No tengo la titulación pertinente. Por circunstancias de la vida, no opté por ese camino, porque en aquel momento, y lo cuento tal cual, la carrera de maestro era de poco prestigio, una diplomatura a la que accedían aquellos que no obtenían nota para cursar otra carrera. “Tú puedes aspirar a más”, fue el consejo de mis profesores de Instituto al finalizar mi curso de C. O. U con una nota más que aceptable. Y con dieciocho años, pensé que tendrían razón, y me decanté por una licenciatura con un poco más de “status”.
Al final, la vocación está ahí, y siempre, en toda mi carrera profesional como psicóloga, he realizado tareas y trabajos que tenían que ver con enseñar a los demás y con la educación.
Siempre me quedará la duda de en qué me hubiera convertido si hubiera seguido mi verdadera pasión. Pero sé que hubiera sido una buena maestra. Por lo que opinan mis alumnos y oyentes en mis cursos y por lo que me dicen mis hijos (mis mejores alumnos) creo que no hubiera errado mi vocación:
“Mamá, ojalá nos pudieras enseñar tú en vez de ir al colegio. Porque contigo aprendemos muchas cosas sin tener que estudiar ni hacer deberes, y nos divertimos.”
Cuento esto, porque por mi trabajo me relaciono con profesores/as desde Educación Infantil hasta Secundaria, tanto de centros públicos, concertados, como privados.
Y debo confesar que les envidio mucho. Que dentro de mí, se mueve la maestra que siempre quise ser y se me van los ojos a los trabajos colgados en las paredes, a las letras indescifrables de los cuadernos, a las pizarras digitales y ordenadores en muchas aulas, a los murales y trabajos por los pasillos del colegio, y me arrepiento cada vez más de haber hecho caso a mis profesores del instituto.
Y es que este momento es un momento extraordinario para ser profesor. Pero un profesor de vocación, de verdad. Vivimos en un momento de cambio, de convulsión, de cosas que se mueven y que no sabemos exactamente hacia dónde nos llevan, pero que seguro que nos dirigen hacia un modo de educar que no volverá a ser el mismo nunca más.
Como dice Enrique Sánchez en su post en INED21 “ADN de la escuela creativa”:
“La escuela NO puede educar en un mañana parecido al presente”.
Y es esa característica de la escuela de hoy la que la convierte en fascinante y es la que envidio sanamente con toda mi alma.
Las nuevas tecnologías y formas de comunicación, el aprendizaje colaborativo, la educación emocional, las aportaciones de la neurociencia, la cada vez más demandada e importante presencia de la familia, la educación emocional, la importancia del pensamiento crítico…, hay tantas cosas que aprender y que entender, y que aplicar en las aulas, que por ello me sorprende encontrarme día a día con tantos profesores desmotivados y quejicosos, desvalidos ante tanta “innovación”, exigiendo constantemente a la administración, e incluso a las editoriales de libros de texto, más recursos para poder hacer su trabajo.
“Si yo fuera profesora…”, pienso para mis adentros, me faltarían horas al día para inventar cosas con mis alumnos, para hablar con ellos, para construir con ellos, para entenderles y empatizar con sus intereses, para divertirme y sobre todo para aprender también de ellos y gracias a ellos, y me daría igual que la ley educativa de turno se llamara “fulanita” o “menganita”, tener o no tener libro de texto, o que la Consejería estuviera en manos de “menganos” o de “sotanos”, porque mis alumnos serían “míos” de puertas para adentro del aula.
Pero claro, yo no soy profesora…
Es lo que veo en las caras de muchos profesores cuando me escuchan, cuando intento transmitirles lo apasionante de su profesión y de su momento, de la importancia de su trabajo y de su compromiso por no dejar de aprender, de la suerte y responsabilidad que tienen de tener en sus manos el futuro de tantos niños. “Qué sabrá ésta, de lo que es nuestro día a día…”
Sé que es un momento difícil (¿pero cuál no lo fue?), con muchas presiones de diferente tipo: administrativas, laborales, sociales y políticas. Les entiendo. Pero no comparto la actitud de muchos de ellos. Un maestro existe cuando alguien aprende. Aún diría más: un maestro es un maestro de verdad cuando todos sus alumnos aprenden. Esa es su misión, al margen de todo lo demás.
Hay profesores magníficos, como los que escriben en este espacio, profesionales que merecen toda mi admiración (@jblasgarcia; @IVANxSERAFIN; @MMonguillot; @quiquesr; @manueljesusF; @dchicapardo; @OscarG_1978; @smoll73 y tantos otros…) y que son muestra de que realmente los que deben cambiar la educación son los profesores en sus aulas. Pero los hay, y en gran número, que son INCAPACES DE DESAPRENDER, y volver a aprender, convirtiéndose en analfabetos del siglo XXI, citando a Alvin Toffler. Y esos analfabetos son los que están educando a nuestros niños, a nuestros hijos, a nuestros futuros ciudadanos.
Ojalá, yo hubiera sido profesora…