Quisiera desarrollar una reflexión política en el sentido amplio y digno de este concepto, más allá del partidismo cortoplacista, que justifique esta expresión: la destrucción de la meritocracia. En verdad, es una de las consecuencias que ha producido un sistema lleno de podredumbre, que se resiste a un reformismo estructural. Repito algo escrito: uno de los grandes peligros es confundir nuestra crisis de fundamentos con una crisis coyuntural que, una vez superada, nos devolvería a una normalidad añorada. Un espejismo: cronificar un sistema decadente hasta su explosión final. Recuperar esa pasión política, es una tarea de nuestro tiempo. Afirmaba la imprescindible H. Arendt: » (…) y nadie, finalmente, puede ser feliz o libre sin implicarse y formar parte del poder político». Veamos el porqué.
La destrucción de la meritocracia es, entre otras, consecuencia de una cultura endogámica que se ha extendido por todos los ámbitos políticos, económicos, sociales y culturales. Los partidos políticos dominantes, faltos de una cultura democrática interna, se amplían alimentándose a sí mismos: ¿qué mérito o cualidad reconocida externamente, tienen esas listas cerradas de los partidos políticos? ¿qué expertos son esa proliferación de asesores que pontifican sobre educación o sanidad? Es triste comprobar cómo estas preguntas afectan a todos los partidos políticos, y a otras instituciones necesarias que necesitan un reformismo profundo de su discurso y su acción. Me gustaría matizar: no hay en lo que expongo ninguna antipolítica, es sencillamente otra política con diferentes presupuestos y dinámicas. Volver a reconstruir un nuevo pacto constitucional es fundamental, un pacto que dé solución real a las contradicciones, disfuncionalidades y errores de esta joven democracia. Elaborar un diagnóstico adecuado de lo anterior, es el primer paso. No dejemos que lo hagan por nosotros, ahí comienza nuestra acción. Tenía razón Ortega y Gasset: «Lo que más vale del hombre es su insatisfacción». La amplitud y profundidad de una democracia, no viene dada: es una conquista individual y social.
La destrucción de la meritocracia es la consecuencia, entre otras, de la corrupción moral que afecta a una mayoría social. Pasar por alto conductas inaceptables desde cualquier punto de vista, justificándolas por arribismo, interés partidista u otras razones indefendibles; la proliferación de una envidia que no es capaz de admirar, sino únicamente de minusvalorar o negar cualquier talento que no sea aprovechable desde sus intereses; aceptar esa responsabilidad difusa del todos son iguales, para seguir haciendo lo mismo, y no iniciar ningún cambio individual o social. De todas las especulaciones, la más grave ha sido la especulación moral: es la raíz de todas las demás. Siempre me acompaña, A. Camus: «Con la rebelión, nace la conciencia». Todo ello nos ha llevado a una democracia fragmentada que ha sido puesta en evidencia en esta crisis de fundamentos. No hay meritocracia que pueda ser una práctica asumida en este escenario. Qué ironía que aquellos que deberían aceptar su responsabilidad por toda lo que pasó y está ocurriendo, son los mismos que nos ofrecen su solución inmediata. Qué extraño seguir viendo esos rostros que, amparados en sus privilegios, aún nos quieren ayudar.
Pero no puedo abandonar una de las palabras más emocionantes de la historia occidental: democracia. Una palabra que es un quehacer cotidiano, una memoria de todos aquellos que hicieron posible que hoy pueda estar escribiéndoles. Una palabra que comparto, en ese diálogo interminable, que es la trama educativa. Soy un hijo de esta democracia imperfecta, frágil -toda democracia lo es-, por ello no puedo ser indiferente. Sé que no estoy solo. Reconocer el mérito y el talento que nos rodea, es un buen comienzo. Después, será el momento de institucionalizarlo como mecanismo. A menudo, me sorprendo leyendo autores e ideas que creía lejanos, y que me sumergen en preguntas que creía superadas. Hay espíritus que me llevan a lugares con aire fresco. Escribe Amos Oz en «Contra el fanatismo», Siruela: «Se trata de una lucha entre los que piensan que la justicia, se entienda lo que se entienda por dicha palabra, es más importante que la vida, y aquellos que, como nosotros, pensamos que la vida tiene prioridad sobre muchos otros valores, convicciones o credos. (…) Se debe a la vieja lucha entre fanatismo y pragmatismo. Entre fanatismo y pluralismo. Entre fanatismo y tolerancia.» Hay muchos fanatismos: políticos, económicos, religiosos o deportivos. Algunos son muy peligrosos, porque inadvertidos se asumen acríticamente. En este país de bipartidismo mental, hay una pereza en analizar la complejidad de una sociedad del s. XXI, esa pereza desemboca en una pregunta endogámica siempre: ¿con quién estás? Una pregunta mediocre que define a quien la formula. No hay opinión que valga más que una actitud democrática y plural, abierta al debate y que no tema rectificar o evolucionar. A veces, se asoma una ironía que esconde una incapacidad para argumentar directamente. No hay ideología que deba enmascarar una endogamia asfixiante, llena de corrupción en todos los sentidos. Si el hecho de declararse conservador, liberal, socialdemócrata o comunista, es más importante que cualquier valor moral, entonces está democracia perseverará su decadencia. No hay ingenuidad política: son posiciones legítimas, y que deben ocupar el espacio público con sus argumentos y razones, pero no pueden ser una excusa para defender espacios cerrados, donde se cronifica el amiguismo y el corporativismo. Hay una hipertrofia ideológica que, a menudo, esconde una falta de verdadera cultura democrática. Dignidad es empezar a tener claridad sobre lo que nos rodea. Esa claridad moral es imprescindible. La destrucción progresiva de toda meritocracia, es un fracaso colectivo. Empecemos por una autocrítica, quizás no haya tantos inocentes. Si no somos capaces de ella, ya tendremos tiempo para echar la culpa al otro. O de ser irónicos, que está mejor visto. Es de noche, y escribo enfrente de un mar que es toda una promesa. Mientras tanto, leo esa lucidez llamada Antonio Machado: «Los que están siempre de vuelta de todo son los que nunca han ido a ninguna parte».