Estereotipos y fracaso escolar

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Fracaso escolar, un marbete que vuelve a estar de actualidad. Ahora que hace poco, otra vez, organismos oficiales han publicado nuevos datos sobre el abandono escolar temprano y el fracaso escolar en España, creo que es bueno hacer una revisión de los estereotipos ligados a estos dos términos que pudieran estar condicionando la mirada con la que nos acercamos a los mismos.

De hecho, esta labor de reflexión en torno a los estereotipos vinculados al fracaso escolar no solo la veo positiva, sino que considero que debe incorporarse a la formación docente, al debate político sobre educación y a los procesos de mejora en los que están inmersos los centros escolares.

No creo que exista, así, ningún estamento social que deba quedarse al margen de una revisión profunda de muchas de las imágenes estereotipadas que manejamos en el día a día en las educación. Estas imágenes, aunque no queramos o no sepamos verlas, forman parte del relato de la construcción de la estructura simbólica que convierte muchas veces la diferencia en un mecanismo de exclusión escolar. Y eso es muchas veces lo que se esconde tras el llamado fracaso escolar.

fracaso escolar

Estereotipos que encontramos en relación al fracaso escolar

Un repaso por los distintos elementos que configuran el sistema educativo, así como por la labor divulgativa que hacen los medios cada vez de forma más intensa, nos permiten identificar y reconocer miradas basadas en prejuicios categorizadores –del fracaso escolar– en cuanto a, por ejemplo, los siguientes colectivos:

  1. Alumnado de origen migrante, especialmente aquel que entra a la región por vía irregular.
  2. Alumnado etiquetado como NEAE, especialmente aquel con discapacidad, sobre todo psíquica.
  3. Familias categorizadas en el grupo de nivel sociocultural bajo.
  4. Alumnado cuyas familias se encuentran en situación de pobreza y que se benefician en ocasiones de medidas de compensación económica.

El entendimiento actual de la diversidad, condicionado por la identificación de esta con una forma de mirada marginal cargada de etiquetas vinculadas al fracaso escolar, conlleva que a estos colectivos se les destinen la mayor parte de las medidas educativas compensatorias, con el fin de paliar su supuesto déficit o carencia.

Ello provoca ya una situación de desventaja cultural desde el inicio –se entiende de base que tienen poco o nada que aportan a la sociedad–, situación en la que no se encuentran los estudiantes que parten de un ángulo previo opuesto, cargado muchas veces de privilegios.

Una escuela terapéutica

Esta situación convierte de forma habitual a la escuela en una entidad de atención asistencial (muchas veces desbordada) y con un matiz terapéutico que:

  • Sobrepasa a sus equipos directivos.
  • Y a unos docentes que recibieron una formación técnica en sus distintos campos del saber.
  • Y que, por ello, o no se sienten capacitados para atender a tanta complejidad.
  • O siempre pensarán que no cuentan con los recursos suficientes por parte de órganos superiores, aspecto que no debe obviarse.

De esta manera, la inclusión en educación será siempre un principio lejano, pautado desde fuera e imposible de alcanzar. La simple incorporación del término no logrará, a pesar del ingente esfuerzo humano y material, uno de sus objetivos fundamentales: erradicar de determinadas personas la marca de marginación que los lleva a partir de situaciones de una forma déficit que no es sino estructural.

Es este un déficit que no nace del estudiante como individuo, en la forja de su identidad, sino que lo hace en la propia creación de un sistema desigual repleto de estereotipos culturales. Estas visiones repetidas hasta la extenuación están concebidas como simplificaciones reduccionistas que engloban una realidad compleja que, como ya hemos dicho, frustra y desanima a los profesionales de la educación.

Por todo ello, se extienden creencias como la siguiente, presentada por Gerardo Echeita: esta preocupación de llevar a cabo políticas y prácticas más inclusivas es algo que compete solamente a determinados grupos “especiales o singulares”, lo que contribuye sobremanera a focalizar en ellos mismos las medidas de intervención, sacando de escena los procesos y las causas que generan su desventaja. (2013, p. 106).

Así, la etiqueta o marca marginal que, de entrada, define, a determinados estudiantes, conlleva escuelas que despliegan -como parte de las políticas educativas y sociales- diferentes programas. Estas medidas (llamadas de “atención a la diversidad”) se nutren para existir de algunos de estos colectivos sometidos a visiones simplistas de distintas realidades que se consideran poco útiles o valiosas para la comunidad.


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Marginalidad como carencia

Nace, así, un entendimiento de la marginalidad construido en la base de una carencia que necesita ser atendida –en prevención de un posible fracaso escolar– desde la escuela por los órganos ostentadores del poder, como proyección de un modelo estamental cuyo valor inclusivo es, cuanto menos, discutible. La escuela siempre tendrá que ofrecer recetas para paliar el presunto déficit que etiqueta y separa a determinadas personas.

Y creo que este supuesto valor es dudoso, sobre todo, si se tiene en cuenta que el camino hacia la concepción de la educación como “nivelador social” se alcanza más a través de la universalización de las experiencias educativas sin ningún signo de exclusión o segregación.

La construcción cultural sesgada de la escuela es habitual en aquellas concepciones del mundo en las que las relaciones de poder se basan en reconocer el mérito de los más avanzados y ofrecer terapias pedagógicas o soluciones formativas que perpetúen las desigualdades y suplan las supuestas carencias culturales de los sectores oprimidos («carne de fracaso escolar»).

Esto es, al fin y al cabo, lo que se ha hecho con los sistemas educativos a través de la historia (p. ej.: con el sistema educativo de España) y lo que sigue ocurriendo en la actualidad, a través de muchas de las políticas educativas que se llevan a cabo supuestamente a favor de la equidad: los bagajes culturales e identitarios que se salen de determinado patrón son silenciados para, a cambio, ofrecerles una compensación de su punto de partida marginal (al que se aboca al fracaso escolar), y no una vía para hacer posible a la construcción colectiva de los conocimientos y formas de entender el mundo.

Y son esos estereotipos, esos símbolos, esas marcas, los que, en definitiva, lastran la labor de la búsqueda del equilibrio. Una búsqueda de la que siempre quedan fuera las personas a las que se les ha privado de la necesidad de legitimarse a través de la escuela: las que precisamente son parte activa de ese ansiado equilibrio que nos haga cambiar nuestra idea del fracaso escolar.


Recursos

Echeita, G. (2013). Inclusión y exclusión educativa. De nuevo “voz y quebranto”. Revista Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación. Vol. 11, nº 2. Al que puedes acceder desde aquí.

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