DE SEPTIEMBRE, EL VÉRTIGO Y LOS ANALGÉSICOS

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Qué dolores tan nimios los que se van con un analgésico.

En estos días de inicio de curso, en los que las aulas aún están extrañamente tranquilas, me dedico a observar la vida que bulle en los institutos, el vértigo de la incertidumbre, el vértigo de los inicios que no sabemos a dónde nos llevarán.

Observo a los jefes de estudios haciendo malabarismos con los esquilmados horarios que nos va dejando la administración, para evitar el desplazamiento de los compañeros a otros centros, navegando en los meandros de la a-legalidad para conseguir que todo cuadre; observo, a veces, en estas jornadas de Septiembre, la sucesión de luchas intestinas para arrastrar horas para los dptos., sin tener que dar asignaturas afines, o para tratar de conseguir un grupo más estudioso y que dé menos guerra.

Observo en estos Lunes, y Martes, y Jueves al/de sol, como los profesores de a pie apuramos el tiempo en desbrozar las nuevas –y siempre farragosas– disposiciones legales para dilucidar cómo llevar a cabo la programación del curso, y en tomar un café con los compañeros con los que luego apenas podrás encontrarte en la vorágine de las horas de clase que se sucederán, veloces y ruidosas, en el estertor de la fotocopiadora, en el lío de los pasillos inundados de adolescentes… Y allá vamos, a pesar de todo, animosos, algunos con la ilusión algo mermada, pero todos con empuje y con ganas. Tenemos un doble reto, el del nuevo curso por delante, y el de mantener a flote nuestra dignidad, que no es moco de pavo.

Qué dolores tan fútiles los que se van con un analgésico.

Observo por los pasillos algunos estudiantes que, a duras penas, contienen las lágrimas de ansiedad por las notas de los exámenes de Septiembre, y a otros que te sonríen tímidamente y con cariño, haciéndote un guiño, y diciéndote “deséame suerte, que estoy muy nervioso” o un “no tengo ni idea”, con una risa cómplice, pero culpable, antes de entrar al examen de turno.

Y veo al padre de L., con el ánimo encogido, barruntando el posible suspenso de su hija, y devanándose los sesos para ver cómo levantarle la moral y que siga motivada el curso que viene; o a la madre de S., que, por el contrario, ni se inmuta al saber que su hijo no se ha presentado a las pruebas (el estupor de su tutor al ver su reacción casi me hace gracia), a la que lo único que le importa es que el chico pasa de curso, responsabilidades al margen.

Observo la mirada entristecida de P., una ex-alumna a la que me encuentro por la calle, y que me comenta que no puede continuar la carrera porque la economía familiar no está para muchos excesos. Y hablo con unos chicos de 2º de ESO, horrorizados por la cantidad de dinero que deberán gastar en libros de texto, terminados los planes de gratuidad.

Sin mucho escrutar el paisaje se presenta tormentoso: Recortes en educación, becas minimizadas en cantidad y calidad, escalada de situaciones de riesgo social, malestar en el colectivo docente, alumnos preocupados antes siquiera de comenzar… ¡Empezamos bien!

Me recuerdo a mí misma que, a pesar de todos los pesares, y afortunadamente, el panorama está cambiando, y que el ideal de ser humano en educación que hasta hace relativamente poco tiempo ha sido el de formar a personas inteligentes, con alto cociente intelectual y preparación académica, no es ya lo único que está vigente, gracias a las formulaciones de Goleman sobre la inteligencia emocional, y a que la escuela empieza a hacerse eco de lo necesario de acercar aulas y emociones.

Se me antoja, que, a estas alturas de Septiembre, nuestro objetivo fundamental está lejos, o, si acaso, discurre en paralelo, a las programaciones, los contenidos curriculares, las áreas afines y los horarios más o menos sabrosones: debe ser preparar a nuestros estudiantes, y a nosotros mismos, para conocer las propias emociones y manejarlas, para tener siempre a mano la pregunta, la duda, el cuestionamiento, y, a pesar de todos los pesares, ser resilientes, aun teniendo conciencia de la realidad que vivimos, o precisamente por ella.

Y nosotros, profesores, padres, estudiantes, a los que aún no se nos ha ido la caricia del sol de la piel, quebrándonos la cabeza en cosas que, después de todo, de uno u otro modo tienen solución. Y, si, como dice el refrán “todo tiene solución menos la muerte”, qué dolores tan insignificantes los que se van con un analgésico… aunque sean los perennes dolores de cabeza por nuestro sistema educativo y todo lo que ello conlleva.

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