Hace no mucho me encontré con una profesora, amiga y compañera, ya jubilada hace unos años. Su rostro de cansancio se había atenuado con respecto a las épocas en las que daba clase, como es lógico, pero no su pasión a la hora de hablar de la enseñanza. Me comentó, con cierta lástima, que echaba de menos espacios o momentos para dialogar sobre la educación; sentía que aún tenía algo que aportar al sistema y quería, de una forma altruista, aportar su “granito de arena” a este complejo y cambiante mundo que nos concierne a todas las personas, cualquiera que sea el momento de nuestras vidas. La conversación con esta amiga me dejó pensativo sobre esta invitación que me lanzó para volver a hablar de educación.
Y de ese deseo, nació también una reflexión: ¿hablamos en nuestro día a día de educación? ¿Hay espacios garantizados para fomentar el diálogo social sobre este pilar clave de la democracia? ¿Se escucha de verdad a todas las voces integrantes del complejo entramado educativo o siguen imperando las posiciones privilegiadas que hacen prevalecer su discurso por la posición que ocupan? Y lo más importante, lo que a mi juicio es el germen del debate: ¿se habla sobre cuáles son las prioridades de la educación? ¿Las conoce la ciudadanía?
En cierto modo mi pensamiento pudiera parecer pesimista, pero a veces creo que pasan los años y siguen imperando los discursos dirigidos, unidireccionales, de arriba abajo; discursos que reproducen lo que Freire llamaba un “modelo bancario” de la educación, en un doble sentido: por un lado, porque seguimos viendo al alumnado -motor, no olvidemos, de la educación- como meros depósitos receptores de una narrativa muchas veces monocromático en un mundo que solo se entiende en su polifonía. Por otro lado, porque hemos dejado de hablar de lo básico, la educación y sus principios, para hablar de competencias, ya que parece que aquel estudiante que no es competente, no vale o queda excluido del sistema, en un ejemplo de intencionada interferencia entre el modelo económico neoliberal imperante en nuestro continente y los objetivos del sistema educativo.
¿Educamos para la felicidad?
Se habla poco de educación y se habla poco sobre la felicidad de nuestras nuevas generaciones porque ahora preferimos hablar de rendimiento y productividad. Se inserta el discurso de los valores en los currículos de las etapas educativas pero no se plasma en la evaluación como proceso clave de autorregulación y mejora de los aprendizajes. Hemos enmarañado la enseñanza de una red de etiquetas y categorizaciones creadas para nuestros niños y niñas, en las cuales parece que una parte importante del éxito se mide por la prontitud con la que se marca a una persona para el resto de su vida. Entendemos la diversidad justo al revés -no desde el individuo sino desde las categorías creadas para una generalidad de individuos- y a partir de ahí, desplegamos una batería de nociones, términos y modelos teóricos que convierten los procesos de enseñanza en algo más clínico que humano.
Esto no es nada nuevo. Este debate existe desde hace décadas, pero supongo que, a una Unión Europea cada vez más insolidaria e irrespetuosa con los Derechos Humanos, le interesa hablar más de competencias que de educación. Supongo yo, también, que a los gobernantes no les interesa que se construya en las aulas una ciudadanía demasiado crítica ni dialogante, capaz de convivir en paz tanto en el consenso como en el disenso, probablemente porque entienden que el mantenimiento del puesto que ocupan necesita de la perpetuación de un sistema de clases, de opresores y oprimidos, de personas enriquecidas y de personas empobrecidas. No es que el sistema educativo no cambie; sí que cambia pero, cuando lo hace, lo hace con la salvaguarda del interés prioritario en que se mantenga un modelo que asegura el máximo poder para determinados sectores. A partir de ahí, una vez esto se asegura, es cuando se empieza a pensar en lo demás, en mayor o menor medida, que en este caso concreto, ni más ni menos es pensar en el alumnado, el sector más importante pero a la vez el más desprotegido de la educación.
Hacia un nuevo protagonismo
Yo, como aquella compañera jubilada, también echo en falta hablar de educación; echo de menos una verdadera voluntad para que se creen espacios públicos con debates o tertulias en donde se escuche a los “profes de a pie”, no a los elegidos porque tienen un currículum prominente; donde jubilados, jóvenes profesionales de la enseñanza que acaban de empezar a trabajar, estudiantes o, simplemente, personas con inquietudes, puedan encontrarse no para oír un discurso repetitivo, sino para construir el discurso de lo múltiple, de lo diverso, de lo heterogéneo.
En este debate sobre educación, cabrían todas aquellas personas que forman parte de la misma: familias, alumnado, profesorado y gestores públicos y privados. Pero sobre todo, a mi juicio, los que tiene que ocupar el rol principal son aquellos sectores que en la tradición cultural han quedado relegados a un segundo plano o, simplemente, no han existido porque la exclusión social los ha convertido en invisibles. Creo que el tiempo de escuchar a la élite debe ir llegando a su fin, porque para hablar de educación hay que, más que escuchar a una persona experta ampliamente reconocida, darle la voz a las personas que aún no disfrutan en plenitud de este derecho básico: el derecho a una educación de calidad; de ellas y de ellos es el turno para volver a hablar, de nuevo, de educación.