Vergonzoso silencio
Andrea estaba entusiasmada con el inicio de curso. Reencontrarse con sus compañeros, sus amigos de siempre y los juegos en el patio, lo echaba de menos después de dos meses de vacaciones fuera de la ciudad.
La tarde anterior se la pasó hablando con sus amigas por whatsapp, poniéndose al día de todo lo acontecido en el verano que ya marcaba su final o repasando las imágenes que habían subido a las redes sociales y en las que ella iba con retraso por la falta de conexión que había sufrido durante dos largos meses en el pueblo con sus abuelos. Incluso se enteró de algún que otro chismorreo de algún compañero que circulaba por las diferentes redes sociales. Que, por supuesto, comentaría con sus amigas.
A la mañana siguiente, cuando se plantó delante de la puerta, tuvo que respirar hondo para tranquilizar sus nervios frente a lo desconocido. Estaba tan nerviosa que apenas había podido dormir y había madrugado tanto que había llegado la primera. Pero no pudo avisar a sus cuatro amigas ya que sus padres habían empezado con las restricciones con el teléfono móvil. Solamente le permitían su uso una hora al día y siempre “después de haber cumplido con tus obligaciones”, le dijo su padre la noche anterior antes de darle el beso de buenas noches y pedirle que le devolviera el teléfono.
–Andi, tía, ¿cómo estás? Anoche ya vi las fotos que colgaste. Los pueblos son lo más. Creo que tus abuelos te han dado de comer demasiado, ¿no?–Le dijo Pilar, una de sus mejores amigas, cuando llegó a su altura y se fundieron en un sentido abrazo. Ella siempre hacía bromas de ese tipo. Andrea estaba más que acostumbrada. Era así con todos.
En cuestión de minutos empezaron a llegar todas las demás. Abrazos, besos y grititos de alegría por el reencuentro. Andrea se quedó en un segundo plano, en silencio. Se alegraba tanto de verlas, de volver a juntarse, de vivir aquel momento con ellas. Pero, seguía nerviosa. Le preocupaba que las separasen. Existía esa posibilidad y cada vez que lo pensaba le temblaba todo el cuerpo. Llevaban desde los 6 años juntas, inseparables. Incluso los padres de todas se habían hecho buenos amigos y eso propiciaba también los encuentros fuera del horario escolar.
¿Seguirían tan unidas si las distribuían en diferentes aulas? Esa era la cuestión que más le preocupaba.
–Hola, tesoro. ¿Cómo ha ido el primer día? –Le dijo Lana, su madre, con precaución al ver su postura cabizbaja al subir al coche.
–Pues no muy bien, mamá. Es el peor día de mi vida. Nos han separado, mamá. O mejor dicho: me han separado. –Le dijo Andrea mirándole directamente a la cara, con los ojos anegados por las lágrimas que estaban a punto de derramarse y la angustia clavada en el corazón.
A su madre se le encogió el alma verla tan afectada. En otras circunstancias incluso se hubiera echado a reír, pero recordaba lo que se podía llegar a sufrir y la magnitud con la que se tomaban este tipo de cosas con la edad de su hija.
–Mamá, estoy sola en clase. Pi y Olga en un aula y Sara y Lidia en otra. Y yo… sola. No es justo, mamá. ¿Por qué nos han tenido que separar? –En ese momento Andrea ya lloraba desconsolada.
Su madre decidió estacionar el coche, apagar el motor y girarse para mirar a su hija, cogerle ambas manos y presionarlas con cuidado para reconfortarla.
–Mira, tesoro, sé que estás disgustada, que se han hecho realidad tus peores sospechas. Pero, “dale la vuelta a la tortilla”. Piensa que, a pesar de estar separadas en diferentes clases, podéis encontraros en los recreos, a mediodía y fuera del colegio, por supuesto. Esto no significa que dejéis de ser amigas, solamente dejáis de ser compañeras este curso.
Quién sabe si el curso próximo volvéis a estar juntas. Además, con lo que os gusta tener “amigos” en las redes sociales, ahora tendrás la oportunidad de conocer a más gente con la que poder entablar una bonita y nueva amistad. Hija, no te cierres en banda a las primeras de cambio. Eres una jovenzuela inteligente y sociable. No se te hará muy difícil hacer nuevos amigos.
Andrea se quedó en silencio, sopesando las palabras de su madre. Asimilándolas. “Mamá, tiene razón”, pensó. Sonrió al darse cuenta de las posibilidades que se le abrían ante una clase con compañeros nuevos. Lo tenía decidido, al día siguiente empezaría a forjar esas nuevas amistades. Seguro que aprendería mucho con ellas.
–Mami, ¿puedo decirte una cosa? –Lana afirmó con la cabeza, con miedo a la reacción de su hija pues confiaba en que la hubiera animado pero, con las hormonas a flor de piel, no se podía asegurar nada. –No me llames “jovenzuela”, por favor. Pareces más mayor.
Lana abrió los ojos por la sorpresa del comentario. Andrea no lo pudo resistir y empezó a reírse a carcajadas. Le encantaba escuchar la risa de su hija. Desprendía tanta alegría que se contagió y acabaron las dos llorando de la risa.
Después de aquella conversación, Andrea se propuso esforzarse por tener nuevos amigos. Ahora que empezaba a compartir más tiempo con otros compañeros se dio cuenta que valían la pena. Incluso llegó a pensar que todo ese tiempo en su círculo cerrado formado por Pilar, Olga, Sara, Lidia y ella no había sido tan buena idea como hasta hacía poco creía.
Siempre habían pensado que todos los que estaban fuera de su grupo era porque no tenían nada en común y por tanto sin afinidad. En cambio, averiguó que podía compartir sus aficiones, sus horas de estudio y sus confidencias con otras personas… y además le gustaba pasar ese tiempo con ellos.
Estaba tan equivocada. Andrea no se podía creer haber tenido tantos prejuicios con el resto de compañeros pensando que no estarían a su altura. Pero aún estaba a tiempo de enmendar su error.
Andrea deseaba que llegara el tiempo del recreo para ver a sus amigas de siempre y poder compartir con ellas las anécdotas vividas en clase. Les hablaba de cada uno de sus nuevos compañeros, les proponía hablar o quedar con ellos y ellas siempre rechazaban de muy malas maneras “esa idea absurda de juntarse”, le dijo Olga en una ocasión.
No entendía qué les pasaba. ¿Por qué reaccionaban así? ¿Por qué no les daba una oportunidad? ¿Por qué no confiaban en su criterio? Andrea cada vez se encontraba más a gusto con sus nuevos amigos y eso hizo que se alejara poco a poco de aquellas a las que consideró (durante muchos años) sus amigas.
-O estás con nosotras o no lo estás. Tú decides, Andi. –Le dijo Sara tras las insistencias de Andrea.
-¿Por qué sois tan radicales? No os costaría nada intentar conocerlos.
-¿Por qué te preocupa ahora? Mientras estabas con nosotras no te importaba que los mantuviéramos apartados. –Espetó Lidia.
Andrea se quedó callada durante unos segundos. Necesitaba procesar ese último comentario. No quería creer que ella fuera amiga de gente tan cruel.
–Lo dices como si fueran unos “apestados” y no lo son, Lidia. –Apretó los dientes y los puños para intentar calmarse y no decir algo que luego más tarde se arrepentiría.
–Claro que lo son. Y quien se junta con un “apestado” se convierte en uno de ellos. Tú decides, Andi.
No podía seguir escuchándolas. Se dio media vuelta y se largó de allí. Mientras caminaba con el corazón acelerado por la rabia y la pena de darse cuenta de haber formado parte de unas arpías, las oyó reírse a carcajadas. Ella no quería ser así…no era así.
¿Y si tenían razón y yo era como ellas?
¿Hice daño a mis compañeros igual que ellas
me lo habían hecho a mí?
Aquellas ideas hicieron que empezara a dolerle la cabeza. Llegó a casa, cerró la puerta de un portazo y fue directa a su habitación. No quería hablar con nadie, no quería ver a nadie. No quería que sus padres fueran conscientes que era mala persona o, que al menos, lo había sido cuando estaba con ellas. Se avergonzaba tanto de esa Andrea que optó por el silencio. No diría nada, no quería que nadie se enterase.
Sus padres no le educaron para que fuera mala persona o irrespetuosa con los demás. A partir de ese momento no volvería a comportarse de aquella manera. No podía parar de repasar cada escena en la que hubiera podido participar inconscientemente. Siempre pensó que eran tonterías, cosas de críos o comentarios sin importancia.
Cuando llegó al colegio al día siguiente con la intención de hacer como que nada había pasado, entró en el baño. Se sorprendió al oír a sus antiguas amigas y dio un paso atrás. No quería encontrárselas, no quería saber nada de ellas. Que hubiera decidido mantenerse en silencio no significaba que volviera a participar de sus humillaciones. No pudo seguir andando y apartarse de allí pues oyó otra voz. Era una de sus compañeras de clase. Estaban metiéndose con ella, le insultaban, chillaban y amenazaban. Estaba tan paralizada y le temblaban tanto las piernas que fue incapaz de reaccionar. De repente se abrió la puerta y salieron de allí las cuatro. La miraron de arriba abajo con una sonrisa sarcástica y la última en salir se acercó a ella, tanto que a Andrea le dieron arcadas al respirar tanta maldad.
–Si hablas, serás tú la siguiente. –Le dijo susurrándole a la oreja.
Andrea no pudo decir nada. Solamente quería gritar, expulsar toda la vergüenza, el miedo y la impotencia que llevaba dentro. Pero no pudo. Fue como si todos aquellos sentimientos le hubieran cosido la boca para que no dijera nada. Cerró los ojos, respiró e intentó calmarse. Cuando entró vio a su compañera sentada en el suelo, en un rincón. Llorando. Aquella imagen fue superior a ella. Cuando su compañera fue consciente que alguien se le acercaba, levantó su cara de entre las rodillas. Andrea la miró a los ojos llenos de lágrimas que caían por sus mejillas hasta llegar a su… a su boca cosida.
Se levantó rápidamente y se miró en el espejo. También tenía la boca cosida. Intentaba hablar y no podía. Ayudó a su amiga a salir del baño y cuando salieron al pasillo que dirigía a las aulas, un mar de alumnos y profesores entraban en ese momento. Era la entrada. Todos se miraban de reojo, con pavor, todos llevaban los labios cosidos.
Todos guardaban silencio
Andrea intentaba quitarse aquellos puntos para poder hablar. Quería romper aquel estúpido pacto de silencio. Callarse no estaba bien. El silencio hacía más fuerte a aquellos que abusaban y se aprovechaban de los más débiles.
–¡Mamá, mamá, mamá! –Gritó Andrea, desesperada.
Lena entró en la habitación preocupada por los gritos de su hija. Hacía años que no la llamaba a mitad de la noche. Andrea se abrazó fuerte a su madre y no paraba de decirle:
–Puedo hablar, mamá. Puedo hablar. Ya no tengo los labios sellados. Puedo hablar.
Por un momento su madre pensó que se había vuelto loca, pero en un instante entendió lo que ocurría.
–Tesoro, creo que es el momento de que me cuentes lo que te preocupa. Hablar te ayudará a liberar la culpabilidad y seguro que ayudará a alguien que lo necesita.