Podemos llegar tarde a muchas citas, pero es imposible llegar tarde a un encuentro. Quiero compartir algunos de ellos: principios maravillosos que como lector, ese nómada silencioso, iluminan nuestra vida y hacen imposible que los abandonemos. Hay libros que elegimos, y hay libros que nos eligen. Hay autores que se nos acercan, y hay autores que se alejan. En medio de ese laberinto, ahora mismo Borges me está observando, uno de los secretos de toda narración es el principio, ese comienzo que se abre ante un lector expectante. Estamos al borde, en los límites de toda comunicación. Les dejo algunos, hay muchos otros que podrían estar aquí (pongo el nombre de los traductores, esos puentes tan necesarios que nos abren otros mundos lingüísticos, un oficio que debería tener un mayor reconocimiento en cualquier país que ame la cultura).
«La cólera canta, diosa, de Aquiles hijo de Peleo, cólera funesta que un dolor infinito causó a los aqueos y tantas valerosas almas de héroes arrojó al Hades, (…)». En «La Ilíada» (traducción de Óscar Martínez García, Alianza) la literatura occidental comienza enfadada, un presagio de la historia violenta de nuestra civilización-¿hay alguna que no lo es?-, Homero, sea quien sea, nos atrapa señalando al personaje central, sobre él girará el poema épico: Aquiles. Sospechamos ya de su fatal destino, morir en la conquista de Ilión (Troya). Y algo más: la muerte que anegará toda su trama. Esa hybris (desmesura) es el camino señalado para ella. Hay límites que, si los traspasamos, no nos dejan volver.
«Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo». En «Ana Karénina» (traducción de Víctor Gallego, Alba), uno de los grandes principios de la historia de la literatura, Tolstói nos relata una historia de perdición, que es una búsqueda de felicidad a la vez. Junto a «Madame Bovary» y «La Regenta», esa tríada inmortal de adúlteras fascinantes del s.XIX. Nietzsche decía de Dostoievski,» (…) un psicólogo, con el que yo me entiendo». La gran literatura es una facultad de psicología inmejorable. Tolstói es alguien con el que todos nos entendemos. Lo que aquí se dice, allí se muestra. Tolstói, ese genio atormentado que busca una pobreza que purifique su alma, antes de morir. Persiguiendo el sentido que nunca encontró, ejemplificando un cristianismo personal como todo lo que hacía. Wittgenstein lo leerá desesperadamente, al borde del suicidio, siendo influido profundamente por él: será su famoso «Evangelio en breve», en plena Primera Guerra Mundial. A Bertrand Russell, posteriormente, le dirá que esa lectura le había salvado la vida. Ahora podemos comprender esa anécdota de un conocido que le dice: «Yo lo que quiero es cambiar el mundo»; Wittgenstein le respondió: «Lo primero que tiene que hacer entonces es cambiarse a sí mismo».
«Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto». En «La metamorfosis» (traductor Antonio Hernández, Alianza; aunque es conocida así en el ámbito en castellano, tiene razón Jordi Llovet y otros en este argumento: considerarla una traducción desafortunada, sería La transformación) este comienzo impactante, nos da una de las claves del universo kafkiano: el repentino paso de lo familiar a lo extraño. En este clásico, la originalidad es que Kafka nos instala en ese hecho fantástico, para gradualmente ir normalizando esa condición: el efecto de absurdo está asegurado. Cuando un historiador del futuro quiera comprender qué ocurrió en el siglo de los totalitarismos, leerá a Kafka. Uno de esos incendios lo desencadenaría un artista fracasado: Adolf Hitler y su nazismo aniquilador, pero que fascinó a gran parte del pueblo alemán. El estalinismo será otra pesadilla que destruirá a varias generaciones. Hanna Arendt analizará el sinuoso totalitarismo, imprescindible en cualquier clase de ética del s. XXI. Kafka en sus conversaciones con Gustav Janouch, le anunciará que es un espejo que se adelanta. Sí, un fascinante espejo: lo kafkiano se ha interiorizado dentro de nosotros. A veces, imagino a un Kafka que sobrevive a la Segunda Guerra Mundial: ¿Qué ficción nos habría dejado?, ¿podría escribir aún?…
«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Perdonen la confesión: siendo adolescente empecé a leer «Cien años de soledad», estaba saliendo de una gripe que me había hecho delirar. Mi madre no podía comprenderlo. Leyéndola, pude olvidarme de aquella en unas horas inolvidables. Hay fiebres que saben esperar. Hay médicos que nos curan para siempre. Si alguien en la literatura en castellano en el s. XX ha tenido el don de narrar, ese es Gabriel García Márquez. El genial colombiano, con el permiso de Borges en otra estética, nos ha enseñado que más allá de la denominación de realismo mágico, aprendió el secreto de los cuentos de su abuela Tranquilina Iguarán Cotes, de raíces gallegas: esa infancia es la literatura a la que vuelve siempre. Un niño asombrado y lleno de miedo, la potencia de lo real haciéndose lenguaje.
Inevitablemente llegamos a la relación entre ficción y realidad: el vínculo que entrelaza esa necesidad de la condición humana. Recuerdo los casos del gran Oliver Sacks, y su observación: nuestra biografía es un relato que rehacemos constantemente. En esa historia, nuestra memoria selecciona y niega, elige y aplaza, somos una memoria indescifrable. La literatura es un hogar de sensibilidad y conocimiento. De nosotros mismos, y del otro. De lo que rechazamos, y de lo que nos atrae. Hay principios maravillosos, porque todo verdadero principio es una promesa de felicidad. Una promesa que se puede romper, esa fragilidad somos nosotros. Ese hogar no nos inmuniza a pesar de todo. En una de las frases más inquietantes que se pueden leer, George Steiner nos avisaba que la cultura no hace mejores a las personas. Anochece. He de acabar. De pronto, recuerdo un artículo de Antonio Lobo Antunes, allí escribía su comienzo preferido, es de la novela: «El extranjero; The Go-Between en el original», de L. P. Hartley. Hay encuentros que nunca olvidamos: «El pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen de otra manera«.
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