PADRES E HIJOS Y VICEVERSA

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El Lazarillo es una actividad habitual en los seminarios de gestión de equipos, en ella, por parejas y en silencio, mientras uno se tapa los ojos, el otro ha de evitar el choque con el resto de individuos y obstáculos. Habitualmente la primera reacción del que no ve es agarrarse con fuerza a su guía e ir despacio tras él, sin embargo, a medida que pasa el tiempo y ambos comprueban las reacciones del otro —si se da la complicidad suficiente— la presión disminuye, pasando a una actitud menos defensiva, donde el “cegado” llega incluso a soltarse y el “timonel” retoma el contacto puntual exclusivamente cuando es necesario; es a partir de entonces cuando ambos comienzan a avanzar a buen ritmo, sin dificultades y paso firme.

En la sociedad actual —global y conectada— los modelos organizativos dictatoriales, verticales y no participativos son, con seguridad, ineficientes. Habría que aspirar a que existieran más líderes y menos jefes, así como más compañeros respetados y motivados y menos “burros tras zanahorias”.

La confianza es, por definición, la seguridad con la que uno mismo cuenta, pero también la esperanza que se deposita en otros, es indispensable entre entrenadores y atletas, profesores y alumnos, empresarios y empleados, pero especialmente entre padres e hijos.

Para la raza humana la cría de sus retoños debería tener —por responsabilidad— el objetivo natural de conseguir su autonomía, pero al contrario que en otras especies animales —como los aguiluchos de un nido— no limitándose mientras a asegurarles refugio y comida. Cada persona es un mundo lo que hace de este un asunto —si se reflexiona— tedioso y complicado. Ser excesivamente intervencionista es igual de erróneo que pasarse de condescendiente y distante, hay que ser referencia pero estando pendiente de cuándo intervenir y cuándo mantenerse al margen, y aun con todo nada garantiza que salga bien.

Un ejemplo cinematográfico de lo que aquí trato de atisbar y que en su día me sorprendió —dado el cariz del argumento— es el siguiente diálogo entre un padre —sexagenario, famoso y triunfador— y su hijo –veinteañero e inseguro—.

—Tú tienes tu vida hijo.

—¿Qué tengo? ¿Mi apellido? Por eso conseguí un buen trabajo, por eso, la gente está dispuesta a tratar conmigo, soy solo tu sombra.

—¿Crees que te hago daño?

—Sí, en cierto modo.

—No te lo vas a creer pero cabías en la palma de mi mano, te levantaba y le decía a tu madre: este va a ser el mejor chico del mundo, mejor de lo que nadie se imagina. Y fuiste creciendo, cada vez más estupendo. Era fantástico poder observarte, un privilegio, y cuando te llegó el momento de afrontar el mundo y hacerte un hombre, lo hiciste, pero en alguna parte del trayecto cambiaste, dejaste de ser tú, permitiste que te señalaran y que te dijeran que no sirves y cuando empeoró todo buscaste a quien echarle la culpa.

Voy a decirte algo que tú ya sabes: el mundo no es todo alegría y color, es un lugar terrible y, por muy duro que seas, es capaz de arrodillarte a golpes y tenerte sometido permanentemente si no se lo impides.

Si sabes lo que vales, ve y demuéstralo, pero tendrás que soportar los golpes; y no puedes estar diciendo que no estás donde querías llegar por culpa de este, de aquel, ni de nadie, ¡eso lo hacen los cobardes!, ¡y tú no lo eres, tú eres capaz de todo! Yo te querré en cualquier situación, pase lo que pase, eres mi hijo, llevas mi sangre, tu eres lo mejor que he hecho, pero hasta que no empieces a creer en ti mismo, no tendrás vida propia1.

1 Lo decía Rocky Balboa en la película homónima de 2006, pero lo escribió Silvester Stallone un poco antes.

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