NO NOS ACOSTUMBREMOS

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Vivimos en una sociedad extraña y contradictoria en muchos de sus vértices: una democracia en la que nuestra representación política no es capaz de dialogar para entenderse, una sanidad que no puede acabar con interminables listas de espera, un sistema laboral precario en el que el salario mínimo no alcanza para pagar un alquiler, un tejido empresarial que utiliza a jóvenes con becas para establecer con ellos y ellas relaciones laborales encubiertas… y muchas más incoherencias que se me quedan en el tintero.

En el sistema educativo, las contradicciones no son menos: recientemente leía un informe de la OCDE que reflejaba que la ratio de estudiantes por aula en Secundaria crece en España en los últimos cinco años, de 23 alumnos por aula a 25 de media, cuando lo lógico es que suceda lo contrario, y más en una sociedad en la que desarrollo y progreso se relacionan con que todas y todos puedan vivir mejor, dentro un equilibrio armónico y sostenible. La media de estudiantes de Secundaria por aula en los países de la OCDE se sitúa en un 23,8%, más de un punto menos que en España.

Dice también dicho Organismo, en otro informe, esto: «las clases con menos alumnos suelen resultar beneficiosas porque permiten a los profesores centrarse más en las necesidades individuales de los estudiantes y reducir el porcentaje de tiempo dedicado a mantener el orden en clase». (2015).

Sin embargo, año a año, los docentes empezamos el curso escolar viendo cómo en nuestras aulas de Primaria entran 25 alumnas y alumnos, y en Secundaria, hasta 30, muchos de ellos diagnosticados con las llamadas necesidades específicas de apoyo educativo.

Normalizar la precariedad

Pero eso no es lo peor: al igual que al joven que logra un trabajo con un salario precario se le dice con el fin de mantenerlo en silencio expresiones como «no te quejes», «esto es una oportunidad» o «al menos tienes trabajo», a los que ejercemos la docencia y a los cargos directivos de los centros educativos se nos intenta convencer para que asumamos y normalicemos la precariedad con un entendimiento sesgado de lo que es la idoneidad en las aulas, relacionando lo idóneo –las condiciones deseables en las que un docente debe atender a sus estudiantes– con lo estrictamente normativo –ratios que permiten llegar en Secundaria a 30 estudiantes por aula según un criterio de máximos que atiende a un perfil de alumnado homogéneo que no existe–.

Una educación de calidad no puede mantener un criterio basado en el tratamiento de las alumnas y los alumnos como si fuesen simples números y sin casi tener en cuenta el contexto en el que se desenvuelven ni las numerosas variables que intervienen en cada intervención educativa. El reconocimiento de la diversidad en nuestras aulas conlleva convertir el ejercicio de la docencia en un trabajo laborioso y atento a cada detalle en el que es indispensable, por un lado, la reducción de la burocracia que nos envuelve y, por otro, la disminución de las ratios de alumno por profesor hasta situarlas, como mínimo, en la media de los países de la OCDE. Eso conlleva, necesariamente, el aumento de los presupuestos destinados a educación, incremento que tiene que ir ajustándose a los porcentajes de otros países europeos en los que el abandono escolar es menor.

La apuesta de los gobiernos por la llamada justicia social y por la erradicación de las desigualdades debe llevar consigo, por ello, una fuerte y decidida mejora de las políticas educativas, sobre todo, en el ámbito público. Acostumbrarse a la normalización de la precariedad no es solo un ejercicio de estancamiento, sino también de retroceso que nos lleva a correr el riesgo de perder aquellos derechos que no se usan. Y una educación de calidad, generadora de oportunidades para todas y todos y que no deje a nadie atrás, es, más que un objetivo de las naciones del mundo, un derecho. Y no podemos acostumbrarnos a perder derechos.

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