Toda educación que se precie de serlo debe tener como fin último la búsqueda de la excelencia, que persigue que cada persona pueda desarrollarse al máximo en todos los ámbitos de la vida.
Ofrecer a los alumnos de alta capacidad la oportunidad de alcanzar el nivel al que pueden llegar, mediante la forma que a ellos más les conviene, no es crear elitismo, es dar a cada uno lo que le corresponde, porque tan injusto es el trato desigual de los iguales, como el trato igual de los desiguales, como ya dejó claro Aristóteles hace algún tiempo.
No conviene confundir elitismo con excelencia. Lo que ocurre es que en muchos ambientes la promoción de la excelencia no está de moda. Se percibe, en ocasiones, una atmósfera un tanto colectivista que pretende la promoción del igualitarismo, evitando a toda costa que los más capaces puedan destacar sobre el resto, lo cual es profundamente injusto.
Es que hay quien cree que la escuela, y el sistema educativo, están para eliminar las diferencias. Realmente la buena escuela, como señaló Eisner, no es la que ignora las diferencias, sino la que las incrementa. Es decir, aumenta la varianza pero elevando la media.
El elitismo tendría un sentido negativo, a mi juicio, si se entiende que sólo algunas personas “socialmente favorecidas” tendrán oportunidades adecuadas para su educación, mientras otras, con condiciones intelectuales, o de otro tipo, para acceder a una educación de alto nivel, les fuera vetado el paso, por razones ajenas a su propia competencia, para la ayuda que pretenden.
Así, el elitismo sería una actitud arbitraria establecida por los que ocupasen las posiciones dominantes. Por el contrario, al promover la excelencia, ofreciendo posibilidades a todas las personas que lo precisen, estamos favoreciendo todo el tejido social, que ha de beneficiarse de los logros de aquéllos que tienen mayor capacidad. Lo contrario es, me parece, una actitud de auténtico despilfarro social.