Método Emilia
Plan Maestro para mejorar la Calidad de los Aprendizajes en Aula 1
Primera Parte:
Orígenes Impensados
Seguramente más de algún lector de este artículo esperará una detallada y concienzuda narración del proceso de investigación como precedente del método enunciado. Nada más equivocado. A ese lector, con todo mi respeto, le sugiero que no continúe leyendo. Se decepcionará profundamente.
El método en cuestión no nace en algún claustro universitario y ni siquiera en mi modesto rincón de trabajo, en mi hogar, allí donde trabajo para vivir cuando dejo de trabajar para sobrevivir. Nace, verdaderamente, en la sala de clases, allí donde hay niñas y niños, jóvenes de educación básica, media y universitaria; nace en la realidad escolar, entre el bullicio del colegio o del campus y entre los acontecimientos inesperados, el trabajo con otros docentes –en algunas ocasiones profesores-alumnos–, en el aula universitaria, es decir, en la mismísima cotidianidad docente.
Quizás los orígenes emocionales, e incluso racionales, se remonten a muchos años antes, pero los rudimentos “académicos” se sitúan en los inicios del presente milenio –exactamente en el año 2000–, cuando en ese entonces mi labor pedagógica la dividía entre las clases de filosofía, lógica, psicología y lenguaje, en el colegio Los Olmos de Puente Alto, y las clases de alfabetización en computación o de Inteligencias Múltiples a docentes de diferentes establecimientos educacionales, desde el Centro de Informática Educativa (CIE) de las Pontificia Universidad Católica de Chile.
Aunque en el primer caso el estado de desesperación académica se arrastraba casi desde los años 90, debido a que los estudiantes de secundaria leían, pero no comprendían lo que leían, la gota que rebalsó el vaso fue precisamente encontrarme con docentes en la misma condición.
¡Y eran profesores en pleno ejercicio!
En el caso de los estudiantes secundarios, se hacía casi insoportable trabajar algún texto de Platón, Erich Fromm o Gabriel García Márquez, pues, para que hubiese al menos un acercamiento debía explicar un texto cualquiera parte a parte, y aun así la comprensión era mínima y lo que, a fin de cuentas, era inviable debido a la necesidad de cumplir con contenidos básicos que exige toda malla curricular.
En el caso de la capacitación docente era casi un desastre. Los profesores-alumnos no entendían instrucciones ni definiciones de conceptos, por tanto, la estrategia que mantuve por muchos años fue llevarlos de la mano, paso a paso en cada unidad o actividad de capacitación.
Fue con los estudiantes secundarios con quienes comencé a probar diferentes técnicas, con la intención de que aprendieran algo más de lo que expresaban en las clases y en los exámenes.
Es cuando di con el resumen.
Cuestión de
protocolo
La técnica sólo consistía en pedirles un resumen escrito de la clase anterior, ello con el propósito central de que repasaran el texto y la relación con los contenidos vistos en clases. Desde esa primera clase comencé a pedir a dos o tres estudiantes que leyeran en voz alta el resumen que habían traído.
Y espontáneamente, medio en broma, medio en serio, otros estudiantes criticaban o realizaban sugerencias a los compañeros que leían los resúmenes. Entonces comencé a organizar eso.
Me di cuenta que, en la medida que yo mantenía en silencio y orden la clase, los comentarios de los estudiantes eran más exactos y profundos. Y en un ambiente agradable y distendido.
Con el paso de las semanas no sólo me percaté que mis estudiantes habían comenzado a aprender mejor, sino que ello comenzó a reflejarse en los resultados de pruebas y exámenes.
Y claro está, también descubrí que la sola lectura de los resúmenes de la clase anterior permitía, tanto a los alumnos como a mí, comenzar la nueva clase enganchada a la clase anterior y como preámbulo para la clase ad portas.
Por ello, y sin ningún pudor, decidí llamar a eso “protocolo”. Yo sé que esta acción pedagógica es muy antigua. Muchos profesores la practicaban años y siglos antes que yo. Sólo muestro cómo llegué a ella y los notables resultados que comencé a obtener.
El análisis de todas las acciones pedagógicas del protocolo me hizo ver que al solicitar un pequeño resumen –de unas 6 a 8 líneas y no más–, lograba que los alumnos trabajaran en una tarea breve y sencilla, pero el sólo hecho de elaborar un resumen les obligaba a realizar un análisis de la clase, de los comentarios, de los apuntes y de los textos vistos en ella.
Junto al análisis, los estudiantes se veían obligados a elegir qué anotaban y que no en el resumen solicitado, es decir, debían evaluar los contenidos para luego decidir el cómo estructurarían el resumen.
Y finalmente, dado que debían tomar un texto mayor –el de la clase anterior–, y reducirlo a un resumen, necesariamente debían practicar la deducción para realizarlo. Esta sola primera parte del modesto protocolo mostraba que la breve tarea que los estudiantes realizaban se encontraba colmada del desarrollo del pensamiento analítico, del pensamiento evaluativo, del pensamiento deductivo y del pensamiento sintético, este último, el que se iría desarrollando naturalmente desde el simple resumen, quizás inconexo y desorganizado al principio, para culminar en un resumen breve (debido a la práctica diaria), organizado y coherente en relación a los contenidos.
Tenemos aquí, ni más ni menos, que un camino hacia la comprensión de textos y clases, por tanto, un camino hacia un aprendizaje de calidad. Pero había más. La segunda parte del protocolo consistía en que unos dos o tres estudiantes leyeran su resumen –y síntesis con el paso del tiempo–, en voz alta, al inicio de la clase, ante la audiencia de sus compañeros.
Aquí ocurrió algo, como ya advertí más arriba: los estudiantes comenzaron a opinar, a dar sugerencias o a criticar acerca del protocolo que había leído algún compañero. Y todo esto se daba en un ambiente bastante agradable, ocupándome yo sólo de mantener el orden y el silencio de más de alguno que se distraía.
Esto último se me ocurrió solucionarlo con “dar puntos”, tanto al que traía su protocolo como a aquél que hacía algún comentario o sugerencia acerca del resumen que leyó otro compañero, y, ofreciendo una nota al libro de clases que sería la suma de los protocolos leídos más las intervenciones hechas en clases.
Fue así que se me disparó la participación. Y yo mismo comencé a divertirme. Pedía dos o tres protocolos y varios otros me reclamaban porque no se los pedía a ellos. Pedía sugerencias acerca de los protocolos y ya no contaba con dos o tres alzadas de mano, sino con ocho o diez exigiéndome para intervenir…
Claro está, que ahora muchos querían leer su protocolo o intervenir para sumar puntos y obtener una buena nota extra. Ellos, mis estudiantes, habían descubierto un buen negocio. Negocio que, por supuesto, yo decidí ampliar.
En cada protocolo –ahora me refiero a todo el proceso–, ocurría más o menos lo siguiente: dos o tres alumnos leían su resumen y otros tantos sugerían, criticaban o proponían mientras yo, organizaba y anotaba los puntos correspondientes. Mis alumnos, sin mi intervención, estaban estudiando entre ellos, es decir, estaban aprendiendo entre ellos. De modo que, dada la necesidad, opté por diseñar un cierre de protocolo.
Éste consistía en que antes de cada prueba o examen –el día anterior o la clase inmediatamente anterior–, yo reunía a los estudiantes en mesa redonda y donde yo mismo era uno más. Dependiendo de la hora de la clase, les organizaba un desayuno –si, tal cual, y dentro de la sala de clases–, o les pedía que consumieran la colación o el postre si era en horas de la tarde.
Incluso, en muchas oportunidades, me llevaba la clase al fondo del colegio, donde había unos eucaliptus que daban agradable sombra y nos sentábamos todos en el pasto. Si, más de alguna vez mis propios colegas me miraron raro. Pero el ambiente se tornaba relajado y muy colaborativo, pero por sobre todo, alegre.
Entonces pedía desde el primer al último protocolo, así como también les solicitaba intervenir por cada protocolo revisado, cuidando de pedir lectura de resumen o intervención a aquellos estudiantes que tenían pocos puntos por diversas razones. Y una vez terminado el protocolo en sí, revisaba los resúmenes-síntesis escritos –es decir, revisaba los cuadernos donde el orden era clase + protocolo escrito. Así las cosas, no sólo tenía dos notas extras de taller en la asignatura, sino –como ustedes ya lo habrán apreciado–, mis estudiantes no sólo estudiaban entre ellos clase a clase, sino que también lo hacía antes de cada prueba o examen, sin más injerencia de mi parte que la de organizarlos, anotarles los puntos y guiar las intervenciones. El aprendizaje colaborativo estaba en marcha. Y ello comenzó a reflejarse tanto en mejores resultados como en una mejor convivencia entre ellos.
Debo reconocer que el único detalle que forcé en el ejercicio del protocolo es que jamás intervine cuando un resumen era deficiente o tenía errores. Esperaba que tales errores fueran corregidos o criticados por los mismos estudiantes y no me equivoqué.
Aprendieron a estar alerta a cada lectura de sus compañeros, de manera que eran ellos mismos los que se apresuraban, en las intervenciones, a criticar, sugerir o corregir el error de algún compañero. ¿Cuándo intervine yo? Cuando entre ellos no fueron capaces de detectar el error.
Pero sólo lo hacía al final del total de los protocolos y cuando ya había cerrado las intervenciones. Hacía ver el error, lo relacionaba con la materia anterior y lo usaba como inicio de la materia que veríamos. Esta variante en el protocolo fue fundamental debido a que de manera directa puse en juego una convicción personal, la de que el error es un derecho de los estudiantes que los sistemas educativos imperantes satanizan.
Siempre he pensado que el error de los jóvenes debe ser considerado como parte del proceso educativo y jamás calificado, sino evaluado. Sería el profesor Humberto Maturana el que le daría cuerpo a mi convicción al proponer tres nuevos derechos humanos: el derecho a errar, el derecho a cambiar de opinión y el derecho a irse de donde no se quiere estar. 2
Pero no todo termina aquí. Por supuesto que comencé a practicar tal técnica con mis profesores-alumnos. Al principio les pedía de manera oral a algunos que me hicieran un “recuerdo” de la clase anterior y luego pedía comentarios y sugerencias a los demás. Después de un tiempo les pedí abiertamente un pequeño resumen escrito con la misma modalidad: compartirlo, analizarlo y discutirlo antes de cada clase. Y también ocurrió algo, una señal.
Habiendo terminado de capacitar a profesores de la comuna de Peralillo en alfabetización en computación, y en una reunión de trabajo entre directores, el equipo del departamento de educación y el equipo capacitador, el entonces director del Liceo Víctor Jara, el profesor Sergio Vildósola, comentó algo así como:
“Antes, casi ningún profesor siquiera mencionaba la computación, ahora, y disculpen el término, como por milagro, todos andan trabajando en sus planillas electrónicas, mandando correos y hasta jugando en los computadores”.
Y en acto seguido me dio las gracias por el trabajo hecho. Yo sabía –muy para mí–, que “el protocolo” tenía mucho que ver en esos resultados.
Revolución
Pingüina
Más adelante, en el año 2004, llegué al colegio Siembra como profesor de filosofía y computación. Por supuesto que mi protocolo era a esas alturas sagrado para conseguir buenos aprendizajes en mis estudiantes. Pero fue en mayo de 2006 cuando me vi involucrado, de manera casual y fortuita, en uno de los hitos más importantes de la educación chilena y que daría un vuelco a lo que es hoy la arquitectura del método: la Revolución Pingüina3.
El mencionado colegio tenía una particularidad muy definida: se encontraba ubicado en uno de los barrios más complejos y pobres de la Región Metropolitana, caracterizado por edificios tipo ghettos y casas populares donde, por supuesto, vive gente de la clase más baja de la sociedad capitalina chilena.
En mayo de ese año, el país estaba siendo remecido por un poderoso movimiento estudiantil que rápidamente se extendió por toda la nación, movimiento que fue posible gracias a la incipiente masificación de Internet.
Por primera vez en la historia, los estudiantes tenían a su haber una herramienta que les permitía comunicarse rápidamente, compartir sus ideas y tomar decisiones imposibles de controlar por el establishment chileno.
Una mañana nublada de ese frío mes de mayo, los estudiantes de todo el colegio se habían reunido por enésimo día en el comedor a discutir la forma en que seguirían apoyando el paro nacional, tal como lo venían haciendo desde que había comenzado el movimiento.
Fue cuando decidieron “tomar” el colegio. Salieron en grupos de la reunión, unos dirigiéndose a las salas a coger bancas y mesas para construir las barricadas en las rejas de la entrada al establecimiento, otros a avisarle a los profesores y docentes directivos que debían hacer abandono de la institución “hasta nuevo aviso”.
Fue también cuando se me acercó el presidente del Centro de Alumnos y me dijo: “Profesor, usted, no. La asamblea decidió que el único profesor que puede quedarse es usted para que nos asesore, con derecho a voz pero no a voto”.
Creo que al comienzo no comprendí bien lo que eso significaba, pero acepté, eso sí, tremendamente sorprendido. Y desde ese día viví la “toma”, de principio a fin, tras las barricadas y sin dormir en mi casa por todas las semanas que duró el movimiento.
Dentro de mis obligaciones estaba el asistir en “absoluto silencio” y lo más relegado posible, tanto a las reuniones generales, como a las de equipos de coordinación y las del propio Centro de Alumnos.
No tomé otra postura que la del respeto, sentándome en una esquina en silencio, y jamás di una opinión mientras no me fue solicitada. Con esa actitud logré hacerlos entrar en razón las veces que pensé que estaban equivocados, así como colaborar con sus organizaciones y decisiones.
Nunca intenté –siquiera por un momento–, liderarlos. Y fue en esas reuniones, desde mi actitud de observador pasivo y sin derecho a voto, que descubrí aspectos notables en la mayoría de los estudiantes: Preguntaban. Preguntaban mucho. Opinaban, sugerían, evaluaban, deducían, criticaban, proponían, decidían.
Y con un respeto entre ellos –de menores a mayores, de mayores a menores, de chicos a chicas, de chicas a chicos–, impensable, tomando en consideración no sólo que estaban sin el control de los profesores, sino que pertenecían a familias deprimidas económica y culturalmente, muchas de ellas feriantes y no pocas irregulares, con madre sola como jefe de hogar, y también –varios de ellos–, provenientes de familias vinculadas al microtráfico, con serios problemas de alcoholismo y un sinnúmero de otras condiciones sociales vulnerables.
Pero ahí estaban, dueños del colegio, organizándose y tomando decisiones, así como disciplinadamente coordinados con otros estudiantes de colegios del sector y con el movimiento nacional.
No eran
mis alumnos
¿Qué descubrí? Que esos estudiantes no eran mis alumnos. Contrario a los alumnos sumisos, callados, de baja autoestima, pasivos frente a los métodos de enseñanza y casi indiferentes a los contenidos curriculares de las clases tradicionales, esos estudiantes, los que tenía frente a mí, eran inquisitivos, contestatarios, críticos, responsables, organizados, respetuosos, solidarios, colaborativos, y por sobre todo, capaces.
Desde entonces nunca volví a ser el profesor que fui. Desde entonces estoy convencido que una clase con veinte, treinta o cuarenta alumnos obligados a estar callados y quietos, mirando la pizarra y atendiendo al profesor, es una falta de respeto.
Una tremenda falta de respeto. Desde entonces estoy convencido que hemos venido enseñando mal. Muy mal. Y desde entonces fue cuando me conecté con las propuestas de Alberto Hurtado, John Dewey y Paulo Freire. Si ya en mi protocolo tenía el modesto resumen, aquel que en la propia evolución de los estudiantes se transformaba naturalmente en un sumario ordenado, coherente y sistémico, es decir, en una síntesis, pues ahora también tenía a mi haber, no sólo la confirmación de la importancia del trabajo colaborativo en el proceso y desarrollo del aprendizaje entre pares, sino algo completamente nuevo de puro viejo que era: el preguntar.
Enseñar
a preguntar
Descartes me mató el punto con su pienso, luego existo. Yo habría enunciado pregunto, luego existo. Es que es inverosímil, absurdo, sospechoso, que no enseñemos a preguntar a nuestros estudiantes. Nunca o casi nunca. La pregunta es la estructura, el cuerpo, la arquitectura del preguntar. Y el preguntar es el más esencial de los inicios hacia el conocimiento.
Atiborramos a los estudiantes durante años con preguntas en test, pruebas, exámenes, interrogándolos por aquello que les hemos enseñado y damos respuestas a preguntas que ellos no nos han hecho.
¿Qué clase de enseñanza es esta?
Y a pesar de que los abrumamos con un sinnúmero de preguntas, ¿cuándo les enseñamos a ellos a preguntar? ¿En qué momento les enseñamos la estructura de la pregunta y la importancia de preguntar al mundo, a las cosas, a la realidad y a la irrealidad? Así como la pregunta es el andamio, el preguntar es el puente entre lo que conocemos y lo que desconocemos.
El preguntar ha constituido la ciencia, la filosofía, la literatura, la religión, la tecnología, la historia misma del hombre. ¿Qué es la distancia, sino tiempo, y por qué el tiempo es mucho más que distancia? ¿Cómo es posible que estemos humanizando la inteligencia artificial y con ello nos estemos deshumanizando los hombres? ¿Por qué la vida y la muerte necesariamente van juntas, no obstante que la vida es finita y la muerte eterna?
La pregunta y el preguntar son esenciales a la enseñanza-aprendizaje porque despliegan en el estudiante no sólo la curiosidad, el anhelo de saber, sino que desarrollan el pensamiento interrogativo, el pensamiento intuitivo, el pensamiento lateral, el pensamiento divergente y el pensamiento synvergente.
Pregunta-andamio y preguntar-puente que des-cubren la realidad y la irrealidad, lo posible y lo imposible para el conocimiento humano, entonces debemos cultivar en nuestros estudiantes el preguntar simple, el preguntar hipotético, el preguntar profano, el preguntar hereje…
¿Por qué Dios es sólo alcanzable por intermedio de la fe? El preguntar es también otro camino hacia la idea y la intuición del bien, del conocimiento y de Dios. Es el puente entre el hombre y su Creador. Y si ese puente no está bien construido, la respuesta no arrojará aprendizaje ni conocimiento… ni la posibilidad de Dios.
Una madeja de fino hilo entramada, enredada entre el aprendizaje colaborativo, el resumen, la síntesis, el análisis, la pregunta y el preguntar. Todo ahí y nada a la vez. Tenía en esa madeja, sin saberlo, el modesto inicio de lo que es hoy el Método Emilia. Pero tendrían que transcurrir muchas distancias y muchos tiempos para tirar el hilo conductor.
1 MÉTODO EMILIA: Plan Maestro para mejorar la Calidad de los Aprendizajes en Aula (Spanish Edition).
2 3 nuevos derechos humanos-Humberto Maturana.
3 El movimiento estudiantil chileno de 2006 a 2011.