Recientemente Maria Sharapova se adelantaba al anuncio de positivo en uno de sus controles antidoping, generando un efímero desequilibrio de conciencias. Sin entrar en la magnitud particular de su falta, lo que está claro es que no es un caso aislado: ha habido y, sobre todo, habrá muchos más, quizás como resultado de una sociedad en gran medida falsificada por el consumo y la extrema competencia.
Mientras tomamos el café de la mañana visualizamos Facebook, Twitter, o los grupos de Whatapp e inmediatamente tratamos de colgar un vídeo, imagen, o comentario que guste más que el anterior; bajamos al garaje comunitario y observamos contrariados como el vecino se ha comprado una maxi scooter; al llegar a la oficina vemos indignados el nuevo móvil del compañero —compañero con el que luego nos disputamos el favor y la gracia de nuestro distante jefe— durante el almuerzo creemos, celosos, que la camarera del restaurante coquetea con el comercial de la empresa ferretera; nos sentimos derrotados a la tarde por levantar en el gimnasio 15 kilos menos que algún veinteañero recientemente matriculado; y, de vuelta al hogar, nos ofendemos al ser adelantados por un flamante descapotable.
El planeta se superpuebla, lo que añadido a la virtualización de nuestras interacciones ha hecho que el escaparatismo y la venta a granel de la marca personal sean el pan de cada día. Nunca tanto como ahora el aparentar ha sido tan importante.
Los deportistas alcanzan mejores marcas, los políticos son más cercanos, y en general todos parecemos mejores —al menos en la red— y sin embargo:
Se consumen mayores cantidades de sustancias que mejoran el rendimiento físico, la corrupción no deja de crecer y los transplantes de pecho y cuero cabelludo de aumentar.
Es el triunfo de las mentiras, las fotos retocadas, los méritos amañados, los trabajos que no hacemos, los ciber fans, las mal llamadas Zonas VIP, los selfies, los adulterados ego perfiles sociales… y así, como muestra de la realidad —no como ficción— nos aborda la telebasura, los Mujeres, hombres y tristezas, los Quien quiere acostarse con mi hijo, o los Desastre shore. ¿Dónde quedó el atractivo de las emociones puras, de lo auténtico, de lo transparente, de lo desconocido, de lo imperfecto, de lo raro, de lo anónimo?
Es el triunfo de las mentiras
A menor conocimiento, mayor ego —dijo Einsten— y de la misma forma que con las ondas gravitacionales, no creo que se equivocara. Pero el mundo es agresivo —el pez grande se come al chico— y en el afán por querer ser “poderosos”, hemos olvidado que “lo mejor” es relativo, subjetivo y circunstancial, que vivir en referencia a la comparativa y la aprobación de los demás es una cárcel, que, ya puestos, lo único que solo depende de nosotros mismos —lo único importante— es tratar de hallar nuestra mejor versión, y que esta, por mucho que otros lo hagan, no debería estar en un camino deshonesto.