LIBRO DE TEXTO Y SÍNDROME DE ESTOCOLMO

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SINDROME DE ESTOCOLMO

Recientemente descubrí un número de la revista Cuadernos de Pedagogía de 1985 (el 122) que dedicaba un monográfico al libro de texto, así que le «hinqué el diente». ¡Dios mío, parecían haberme escuchado desde el pasado! Juro que yo lo leí hace pocos días y nada tuvo que ver con mi postura, o sea, que hay una bolsa de sentido común pedagógico flotando por el ambiente desde hace décadas y nadie se lo toma en serio. Se respira y se olvida.

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AMBIENTE CULTURIZADO

En el citado monográfico escriben autores importantes como Francesco Tonucci o Francesc Imbernon. El primero nos informa de que la ley italiana de 1978 preveía (incluso alentaba) la posibilidad de prescindir de los manuales. El segundo cita, ya en aquella época, todos los defectos e inadecuaciones pedagógicas del libro de texto que aún se nos ocurren hoy día. Ambos proponen un ambiente culturalizado, es decir, biblioteca en cada clase y múltiples materiales. Mi originalidad al traste. Muchos llegamos 30 años tarde.

Lo curioso es que sabiendo lo que sabemos seamos incapaces de aplicarlo. Como dice el tango, 30 años no es nada. De hecho, Imbernon ya advierte con clarividencia las dificultades del proyecto:  ¿Quién pondrá en pie la montaña de libros alternativos y en qué plazo? ¿Cuándo y cómo empezarán los aprendices de profesores a entrenarse en el manejo y la dirección de nuevos materiales? Tonucci nos relata la fracasada experiencia de la Biblioteca di lavoro, remedo de la bibliothèque de travail (BT) freinetiana, que intentó traer a Italia lecturas alternativas (en España, lo probó la editorial Laia en los años 60 y 70 con la BTj, también sin futuro).

Hay una bolsa de sentido común pedagógico

flotando por el ambiente desde hace décadas

Entre los maestros y pedagogos con los que puedo conversar, percibo diversas actitudes: a) los que se sienten cómodos con algún libro y sólo improvisan algunos añadidos personales (a ellos se dedican los pedagogos para encontrarles maneras de elegir el texto ideal); b) los que lo ven como un mal pero no encuentran alternativa (algunos cansados de haber probado alguna); c) los que opinan que aporta orden y se usa sólo “como un material más”; d) los que ya cansados de una polémica “irresoluble” lo han acogido como mal inevitable; e) los que opinan que todas las críticas se referían a los monstruosos ejemplos de antaño, pero que el manual ha evolucionado perfectamente y aún está por dar lo mejor que tiene (y además están alborozados por las posibilidades de lo digital). Los pedagogos, en general, después de criticar todo lo criticable del instrumento, pasan a aceptarlo como “lo normal” y prescriben métodos de escoger el más adecuado.

PEDAGOGO ≠ EDUCADOR

Diríase que hemos establecido con los libros de texto la mentalidad del secuestrado: “No tenemos alternativa, pero ¡nos trata tan bien!”. “¿Libertad? Bueno, podría estar en otros sitios, pero aquí no me va mal y me deja hacer lo que quiero”. Síndrome de Estocolmo, le llaman, por un atraco a un banco sueco del año 73 en que los cuatro rehenes defendieron a su captor después de liberados. Y creo que lo manifiestan especialmente los editores, maltratados por los plazos y los currículos cambiantes. Simplemente están adaptados a una idea, una forma de trabajar y a un mercado. Su liberación podría consistir simplemente en trabajar todo el año en la misma cultura que producen y mucha más y en formatos mucho más creativos. Yo no dudo que el mercado les acompañaría.

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SIRVE, PERO NO VALE

Desde mi punto de vista el libro de texto, antes del bachillerato, sirve pero no vale. Es decir, presta un servicio a los profesores, pero no tiene un gran valor para los alumnos. Todo está, claro, en lo que consideremos valor. Que le ayude a estar al día, a recordar, a preparar exámenes es un servicio, pero el valor consistiría en la profundidad del reto, en la ayuda a la comprensión y el sentido. ¿Ayudan los libros de texto a “ver el mundo”? En fin, cada cual que piense lo que quiera.

A los maestros y pedagogos les diría que pensaran —honestamente— a quién favorece más el manual, a quién le ayuda más a desarrollar-se como profesional o como persona, al profesor o al alumno. Tal vez, pensemos que ésa no es su misión, que simplemente es un marco dentro del que moverse con comodidad o en el que relacionarse. Y entonces preguntarse hasta qué punto la comodidad conviene al desarrollo o si la relación que promueve es la óptima.

Porque en el marco del libro de texto suele aparecer la discusión sobre “los mínimos”. ¿Qué contenidos y qué procedimientos son los mínimos que pueden exigirse a todos los alumnos? Esos que deberán quedar adecuadamente remarcados en cada manual.

Cuando el paradigma actual nos pide que cada alumno avance hasta el máximo de sus posibilidades. En una pedagogía mediada por contenedores estancos (léase libros de texto) se tenderá hacia los mínimos.

En una pedagogía mediada por contenedores abiertos, las murallas quedarán abiertas para la exploración personal y los máximos serán para todos.

Y a los que aducen que los libros de texto sólo son un material más, les diría que después de gastar 200 o 300 euros anuales por familia (o 500 millones en total) en libros iguales para cada alumno, la alegría del material pedagógico se apaga (excepto en núcleos muy elitistas). Pero si en lugar de pocos contenidos individualizados en un libro particular, ponemos muchos contenidos socializados en un aula para todos en lugar de luchar por unos mínimos para todos, estaremos luchando por unos màximos para cada uno.

Todo eso no anula las legítimas reticencias de pedagogos como Imbernon. Quién y cómo inicia un tránsito que cuanto más libre más profundo y duradero será. Y es que se trata de un paso que deben dar muchos estamentos conjugados: profesores, facultades, editores, claustros, asociaciones de padres, administraciones… Ésa es la madre de todas las batallas, sólo pensemos si nuestros hijos lo valen.

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