Las heridas de la diferencia

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Las heridas de la diferencia no acaban de sanar en esta, nuestra sociedad del siglo XXI. La diversidad de opiniones y la polémica que suscita el reciente caso de los rescates en el mar de la ONG Open Arms nos lleva a pensar que sigue existiendo un racismo mediático, invisible a veces ante los ojos de la sociedad, que es no solamente aquel que más daña a las víctimas –la parte de la sociedad oprimida– sino el que hace que los prejuicios y estereotipos negativos se asienten y permanezcan.

«Por encima de nosotras, las nubes de algodón teñido penden tan bajas que tengo la sensación de poder estirar el brazo y alcanzar su humedad al apretar la mano. Pronto llegarán las nuevas lluvias». Chimamanda N. Adichie, La flor púrpura

Muchos de esos estereotipos se sustentan, cuando hablamos de movimientos migratorios especialmente, en la percepción de la diferencia como deficiencia que debe ser compensada más que en el entendimiento de la diversidad como la mayor fuente de riqueza del ser humano.

Las heridas de la diferencia en el drama de la migración

Dicho de otra manera, este racismo subyacente provocado por una distribución desequilibrada de los recursos atribuida a la apariencia física, religión, procedencia, etc., se palpa en la propia concepción histórica e interesada de una sociedad desigual, en la que los desequilibrios parecen responder a cierta «lógica» marcada por los que se sitúan en un orden superior para dominar y controlar el reparto de riquezas, recursos y territorios de nuestro planeta.

Eso justificaría, así, el comportamiento de aquellos individuos que temen la llegada masiva de personas desde el exterior marcadas históricamente como «diferentes» y, además, rodeadas de una aureola de pobreza, por lo cual la discriminación está doblemente marcada.

El asunto de los privilegios

En la incomprensión de la diferencia, o mejor dicho, en la percepción de la diferencia como barrera, radica el eje de muchas desigualdades e injusticias sociales con las que vivimos, lo que entronca con el asunto de los llamados privilegios: los estereotipos ligados a los que pertenecen a una cultura, raza o religión diferente a la nuestra, marcan una dañina conciencia que incluso crece de unos años a esta parte, basada en que el otro –el tradicionalmente «dominado»– no viene a enriquecernos como personas, sino a usurparnos a los miembros de la sociedad dominante nuestros privilegios, por lo que mantener fuera de nuestra vida al «otro» se ha convertido, hasta cierto punto, en un negocio.

De ese miedo infundado provienen en nuestra sociedad gran parte de estas actitudes de rechazo, ya que nuestro modelo de convivencia en sectores sociales, culturales y educativos no suele incluir verdaderas políticas basadas en el diálogo entre culturas, fundamentales desde edades tempranas de nuestra vida, sino que seguimos percibiendo con extrañeza y hasta con rechazo muchas formas de vida distintas a la nuestra.

La parte oculta del iceberg

Ese racismo indirecto, sutil, que está, como sucede con el patriarcado u otras formas de discriminación inherentes, en las estructuras del sistema y del que es difícil desprenderse porque ni siquiera nos damos cuenta de su existencia, funciona como germen de la expansión de actitudes de rechazo más drásticas, que en ocasiones impregna la acción (o inacción) de las administraciones públicas, como sucede con el caso de Open Arms.

De entrada, ideas como las de tener que «integrar» a los inmigrantes y refugiados en nuestras sociedades y culturas, o que haya que ser solidarios con ellos, invitan a pensar en que las relaciones entre seres humanos no son de igual a igual, sino que hay jerarquías que permanecen impalpables en la parte oculta del iceberg de las injusticias sociales, que son precisamente las que nos llevan a ver con cierta lástima o pena al diferente.

La odisea del Open Arms, en definitiva, nos debe hacer ver que el camino que nos conduce a re-pensar nuestra historia está aún por hacer. La mirada sobre la diferencia cargada de estereotipos, al igual que se ha construido a través de siglos de historia, puede deconstruirse para lograr la utopía necesaria que nos lleve a lo más sencillo, a lo más primitivo, a la idea fundacional de que, en palabras de Chimamanda N. Adichie, no hay «gente sin historias» y que, por ello, las historias de esas personas rescatadas en alta mar, con sus heridas, son dignas de ser contadas, escuchadas y respetadas. En cualquier lugar del mundo.

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