Mientras que los datos que ha proporcionado el fútbol en el último siglo son convertibles a otros de cualquier otro deporte, el conocimiento sobre las emociones, y el ser humano en general, que nos ha dado la literatura, el teatro o el cine NO son tan fácilmente sustituibles. A quién le interesan hoy los goles de Samitier.
El deporte aporta conocimiento del cuerpo y emoción. Pero es una emoción pasajera aunque en conjunto pueda aportar un saber estar en el mundo. Digo que puede, no que lo aporte siempre. Concluyo que el deporte puede ser principio de vida, vocación particular y alivio de tensiones, pero no el centro de tantas atenciones humanas como es ahora.
Las hazañas del cuerpo fueron siempre un imán para las multitudes. No es fácil discernir por qué las del intelecto casi no atraen. O no lo hacen a menos que sean extraordinarias. Los concursos culurales despiertan admiración, por supuesto. Recordar infinidad de datos o multiplicar números de catorce cifras con sólo la mente impresionan a todos. Es como si la memoria fuera una extensión del músculo.
Hoy sabemos que una sola jugada de Messi
podría ocupar muchos libros de neurociencia.
No es tan simple.
¿Qué tiene de extraordinario la mente que no consigue llegar a las mayorías? Tal vez sea su extensión y su profundidad. Los futbolistas no pueden encaramarse a hombros de gigantes. Lo que es Messi se lo debe casi todo a sí mismo. Newton no puede decir lo mismo. Empezó leyendo un libro de matemáticas con el que no pasaba de dos páginas por día. El esfuerzo era acumulativo y su genio, al final, podía sumarse y aún multiplicarse al de muchos otros, muertos siglos antes. La destreza en los deportes requiere equipos de hasta once personas. La de la mente se forma con equipos de cientos, miles o millones.
Por supuesto, la destreza en los deportes es completísima. Convoca a todo el cuerpo de una manera que la filosofía nunca podrá conseguir1. Seguramente implica al cerebro de maneras que aún no podemos imaginar y consigue maravillas efímeras que hoy podemos perpetuar con el cine. Pero su aliento se acaba en cada generación. Tal vez por eso siempre es joven. El deporte siempre lo tendremos.
La humanidad juega un partido mucho más grande y largo, con equipos más numerosos que exigen una tenacidad especial del intelecto, con la mano, y requieren emociones más lentas y sostenidas. En la cultura del cuerpo hay poca profundidad, la pericia no es acumulativa. En la de la mente la profundidad lo es todo. Y eso quiere decir mucha gente implicada. Mucha más de la que estamos acostumbrados a tratar. El campo es todo el planeta. Ese juego se hace con todo el cerebro, pero en la escuela, además, lo jugamos prescindiendo del cuerpo, con lo que probablemente apagamos también gran parte de nuestro director ejecutivo craneal. Los opositores saben lo castradores que son esos años sólo pendientes de unos textos y una bola.
Lo que más se me atraganta cuando leo pedagogía, y perdonen la digresión, son las innumerables citas de autores. Algunos, conocidos, otros que me suenan, muchos que me parecen simplemente un grafismo. Sin duda tenemos que honrar a los que nos precedieron. Mala costumbre sería ignorarlos como si lo que dijeron ellos se nos hubiera ocurrido a nosotros. Otra cosa es utilitzarlos como a santos ante cuya palabra nos arrodillamos, que también se hace. Pero al fin y al cabo, lo que queremos leer son las ideas, lo que aquello tiene que ver con nosotros. Ahora me paso de maestro a niño o joven y me digo «Vale, Lope, Quevedo, Góngora, Cervantes, Calderón… si hay que arrodillarse, uno se arrodilla, pero… después vendrán Feijoo, Samaniego, Moratín, Jovellanos… y luego…». Imaginen que vamos a un guateque y en el primer minuto nos presentan a treinta personas con sus nombres y apellidos y todos ellos dan por zanjado que les consideramos amigos… No es lógico. Muchos jóvenes, a los catorce años, ya se han hecho la composición de que la cultura (esa de que habla Vargas Llosa y a cambio de la cual nos ofrece religión) es ese tipo de fiesta de la que hay que huir a toda costa. No todo el mundo está preparado para conocer y tratar a tanta gente. Y menos si son unos estirados.
Resumiendo, la cultura es un rollo. Y uno de pergamino que se nos va desplegando durante diez o doce años tan lentamente que la mayoría se duerme antes de descubrir algo interesante. Y no basta sustituir el pergamino por un scrolling de pantalla para cambiar «el rollo» (cuidado editores de libros de texto que vienen los fabricantes de videojuegos). Tal vez habría que dejar «el rollo» desplegado siempre en las aulas para que los alumnos pudieran deambular y descubrir a su aire. Y los personajes del rollo puestos en foto por las paredes. Bastaría que el profesor tintineara de vez en cuando la copa con la cuchara y nos presentara un evento interesante relacionado con alguien del rollo. «A ver. ¿Quién es ese? Ah, escribía. Mira, sí, tenemos cosas…». «Oye, ¿tu conoces a …? ¡Claro! Lo vi en… Y parece que está relacionado con…». A ése lo tendrán en la agenda, sea Lope o Feijoo. Y si llegan al Quijote por la gorguera de Cervantes, bienvenido sea que se enteren de lo que se sudaba para vivir. ¿O acaso no conocemos a los futuros amigos primero por su ropa? Y la lectura puede amenizar la fiesta.
La educación podría ser una fiesta. Tal vez los jóvenes consiguieran que la vida lo fuera entonces para todos.
En fin, la fiesta es otra metáfora, tal vez de acción y conocimiento alegre. No me la tomo literalmente en serio.
1A este respecto, no puedo resistir la tentación de recomendarles un pasaje de un film del grupo Monty Python que de hecho forma parte de un show presentado en Hollywood –Monty Python en Holywood–. Durante la gala simulan la retransmisión de un partido de fútbol entre los filósofos griegos y los filósofos alemanes, arbitrado por el colegiado señor Confucio. Es de las cosas más divertidas.
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