IGUALDAD Y DIFERENCIA

/

En una escena clave de la película “Eva al desnudo”, la gran Bette Davis, que interpreta a una actriz muy famosa, reflexiona sobre su vida de esta manera: “Antes o después hay una carrera que todas las mujeres, queramos o no, tenemos que hacer: la de ser una mujer.

SER UNA MUJER

¿Qué significa esto? En pleno siglo XXI, las mujeres occidentales miramos hacia atrás con la satisfacción de haber conseguido muchas cosas: el voto político y la presencia social, el acceso al trabajo remunerado y a los estudios superiores. Se nos han reconocido la igualdad ante la ley y la competencia profesional. También han mejorado las condiciones de la maternidad y nuestra salud en general. En apenas cuatro o cinco décadas, hemos vivido cambios que a nuestras hijas les parecen inverosímiles. Pero esto no es toda la verdad. Aquí y ahora, las mujeres llevamos una vida muy compleja, en primera línea de todas las facetas de la sociedad, incluidas sus contradicciones.

Para acercarnos a algunas de ellas podríamos empezar, por ejemplo, contemplando la feminidad y el feminismo desde la perspectiva de las mujeres en vez de clasificar a las mujeres desde la perspectiva de la feminidad o desde la del feminismo, que parecen actitudes excluyentes. Debemos empezar a despojarnos de esas superestructuras que nos están definiendo y no tienen nada que ver con lo esencial. Ser mujer –como ser varón– es algo mucho más complejo que un patrón al que cada una de nosotras debe ceñirse. Haga lo que haga, cuidar al hijo enfermo o barrenar en una mina, una mujer nunca deja de serlo.

Durante mucho tiempo, las mujeres hemos tenido que entrar en un corsé social que definía nuestra naturaleza. Así, la ineludible capacidad para dar a luz y criar a los hijos se vio adornada con unas características propias que pasaron a constituir la esencia del género femenino: la debilidad, la belleza, la falta de iniciativa, la sumisión al varón. Hoy estamos en una era diferente. Para las mujeres de la sociedad occidental, el acceso al trabajo remunerado y los avances de la medicina abrieron hace ya algunos años las puertas de un cambio de paradigma. Aunque desde el final del siglo XIX se había desarrollado un movimiento a favor de los derechos de la mujer, el canon del feminismo moderno lo estableció en 1949 Simone de Beauvoir con su libro El segundo sexo. En él, la filósofa francesa analizaba la perspectiva de las mujeres que empezaban a actuar en un terreno, el de la industria y los servicios, tradicionalmente reservado a los hombres. De Beauvoir denunciaba la dificultad de integrarse en este mundo varonil con la educación tradicional “para señoritas”, y la necesidad de enfrentarse a los mitos y prejuicios creados a imagen y semejanza de los hombres. En El segundo sexo argumentaba que las mujeres recibían en la sociedad la categoría excluyente de “otras”, como una tribu llama “otros” a los extranjeros o a los completamente diferentes. En el mundo de los hombres –afirmaba – las mujeres son “otras”, extrañas que aceptan esta condición inferior. Por eso deben luchar por incorporarse a la categoría “varón”. A partir de ese momento, el feminismo se empleó en conseguir la igualdad en la categoría: “otras” no, iguales.

Apoyándose en esta teoría, la aventura de la igualdad en la categoría nos ha llevado a las mujeres muy lejos. Sin embargo, la segunda década del siglo XXI puede ser buen momento para evaluarlo y reconocer que hemos pagado por él un precio alto. Hemos aceptado que “iguales” quiera decir incorporadas a los parámetros diseñados por y para los hombres, sin que tengan que modificarse en absoluto. Hemos tolerado que la visibilidad y la influencia de una mujer supongan ocultar aspectos que le son esenciales. El feminismo más radical, además, con algo que podría denominarse “revancha por las culpas de la historia”, nos ha animado a una guerra de sexos en la que el hombre ha llegado a ser una pieza a abatir. Esta actitud excluyente es peligrosa para todos: lo es para el proyecto vital de las mujeres y lo es para los hombres, con frecuencia despojados de opinión ante muchas decisiones que les incumben. Nuestro nuevo espacio precisa de espacio para ellos. Cuando el feminismo desvincula a la mujer del hombre, choca frontalmente con la realidad de la vida, en la que estamos juntos los dos sexos pese a quien pese. Y además, se convierte también en un corsé.

Las mujeres occidentales, que asumimos responsabilidades importantes en lo laboral y compromisos muy serios en lo personal, estamos situadas en el centro de ambos extremos. Deberíamos ser las mujeres sin corsé. Sin embargo, en realidad llevamos puestos los dos: el de la feminidad y el del feminismo.

Hoy casi nadie se atreve a decir que muchas mujeres con alta capacidad escogen opciones laborales poco ambiciosas porque no toleran el diseño de los horarios. Estamos aplaudiendo como una conquista que la maternidad, o la renuncia a ella, sea una decisión exclusiva de las mujeres –de nuestro cuerpo se llega a decir– sin reconocer que los hombres tienen responsabilidad sobre sus hijos y que muchos quieren asumirla. Por el contrario, apenas denunciamos la pervivencia –incluso el auge– de los peores estereotipos sobre las mujeres: el patrón del “sexo débil”, del “bello sexo”, sumiso, desprotegido, menos inteligente, plegado a los deseos del varón, dispuesto a servirle, obsesionado por parecerle atrayente. Tan vigente resulta este esquema de género, que se muestra cada tarde desde los programas de televisión y cada semana desde cientos de revistas, muchas de ellas específicamente femeninas.

Y mientras las mujeres concretas intentamos ajustar nuestras medidas particulares al corsé de la feminidad, al del feminismo, o a ambos a la vez, las occidentales alcanzamos cotas de igualdad y de poder impensables hasta hace apenas treinta años, justo cuando parece que las mejores conquistas del feminismo retroceden.

Debemos comprender que nos movemos como un péndulo entre enormes contradicciones porque estamos desmontando prejuicios atávicos y estableciendo una nueva posición que nos obliga a hombres y mujeres a hacer un viaje, a recolocarnos en el espacio.

Para liberarnos de los dos corsés tenemos que empezar a defender la igualdad en la diferencia. Ha llegado la hora de decir: somos otras que los hombres, sí, pero esta no es una categoría personal diferente ni una clasificación por méritos sino una vivencia insustituible, la de ser una mujer. Inevitablemente, el retrato del hombre que camina junto a esa mujer también debe modificarse: no puede ser un enemigo ni un tirano sino un aliado que también debe encontrar un lugar “a su manera”. La  masculinidad no es el machismo sino, tal vez, su contrario.

Para ajustar un poco el análisis sería importante detenernos en hasta qué punto nosotras tenemos una consciencia real de nosotras mismas, de lo que somos y lo que queremos. Hasta qué punto reflexionamos y aprendemos de las cosas que nos pasan y hasta qué punto nuestra vida sigue las pautas de un proyecto personal o, simplemente, estamos metidas en una vorágine y nos dejamos llevar. Una mujer tiene que tener la sensación de que todo lo que hace sirve para algo; si no, se crea un locus de control externo, que es el caso de la mayoría de las mujeres del siglo XX, cuya confianza estaba depositada en la opinión de los otros, en el qué dirán, en el quedar bien o en lo que les habían dicho desde pequeñas que era su obligación. El locus de control externo es la mayor fuente de inseguridad porque hace depender la vida entera de la opinión de los otros,  no en lo que uno mismo crea, piense o valore. Y si uno deposita toda su vida en manos de los otros se queda sin vida, así de sencillo. Por eso el paso del locus de control externo al interno es uno de los mejores avances. 

Todavía vivimos una gran paradoja: los altos porcentajes de fracaso y abandono escolar en España son indicadores predominantemente masculinos; el porcentaje de chicas que se gradúan en Bachillerato supera en doce puntos al de los chicos; el 60% de los alumnos matriculados en la universidad son mujeres; los premios extraordinarios en los estudios superiores tienen tan abrumadora mayoría femenina que algunas universidades ejercen una “discriminación positiva” sobre los varones para poder equilibrar al alumnado; y sin embargo, hay una falla sociológica, como la define brillantemente Miguel Ángel Santos Guerra, que hace desaparecer de los niveles más altos en el mundo laboral a esas chicas que destacaban siempre en los estudios. Por ejemplo, el porcentaje de catedráticas y profesoras en la universidad española es del 36%. Y únicamente un 8% de mujeres forma parte de los consejos de administración de las empresas del Ibex.

No resulta muy difícil explicarnos por qué. La mayor parte de los trabajos son androcéntricos, están diseñados por los hombres y giran a su alrededor. Obligan a sumergirse en ellos y a renunciar a una buena parte de vivencias que nosotras queremos experimentar también. Llegar a puestos de primer nivel es una carrera de obstáculos para hombres y mujeres, pero parece como si ellas además tuvieran que correr cargando con una mochila. Así lo reconoce Jocelyn Bell, jubilada recientemente como presidenta del Instituto de Astrofísica del Reino Unido. Ella fue la astrónoma que en 1957, mientras realizaba su tesis doctoral, descubrió el primer pulsar. Este hallazgo fue galardonado con el premio Nobel de Física, que recayó en su director de tesis. Cuarenta años más tarde, Jocelyn ha sido reconocida como una de las cuatro mujeres más influyentes en la Ciencia de todos los tiempos, pero sigue recordando, aunque sin rencor, aquella injusticia.

Voy a reproducir una de sus afirmaciones porque muestra cómo una astrofísica de nivel estelar puede compartir experiencias con cualquiera de nosotras:

Cuando anunciaron el premio Nobel me di cuenta inmediatamente de su importancia. A la vez, yo estaba luchando por formar una familia y continuar con mi carrera profesional. Mis problemas se han debido en gran parte a tratar de combinar las obligaciones de mi familia y de mi profesión. He trabajado a tiempo parcial durante dieciocho años. Algunos de mis colegas varones opinaban que no me tomaba en serio la astronomía porque sólo trabajaba a tiempo parcial. No eran capaces de reconocer el esfuerzo y la responsabilidad que era para mí seguir adelante con mi trabajo. Hubiera sido mucho más fácil dejar de trabajar y convertirme a tiempo completo en esposa y madre. En casi todos los campos las mujeres han tenido que trabajar más duro y alcanzar más logros que los hombres para conseguir reconocimiento y llegar a los primeros puestos. Parece que ambos, hombres y mujeres, inconscientemente establecen mayores barreras para las mujeres. 

Sin embargo, uno de los mayores indicadores del progreso de la condición femenina es la desaparición de la culpa. Como quien derriba la estatua de un tirano, nos hemos quitado de encima, en muy poco tiempo, un patrón secular de la feminidad, el nexo de unión más evidente entre una lavandera de la Edad Media y una profesional del siglo XX. Ha sido el primer paso hacia un nuevo paradigma y darlo era tan necesario como respirar. La culpa de las mujeres no se ha impuesto como argumento racional sino como estereotipo social –los desterrados hijos de Eva– y sobre todo como sentimiento. La culpa funciona como un razonamiento ilógico: quien desobedezca esta norma disminuirá su calidad personal, de alguna manera yo la he incumplido,  por lo tanto valgo menos. La culpa produce una anulación voluntaria de las propias capacidades, una desmoralización, precisamente porque no tiene nada que ver con el juicio moral sobre actos concretos.

Desde luego, los tiempos han cambiado. Las mujeres que tienen hoy menos de cuarenta años ya no se sienten causa última de todos sus problemas. Ya respiran. Por eso pueden ajustarse a la responsabilidad, que es la capacidad de responder a los retos de la vida con lo mejor de uno mismo. Sin embargo, la vieja culpa persiste hoy tras el sentimiento de insuficiencia que ronda a muchas mujeres modernas. Sin creernos inferiores a nadie en general, es frecuente que tengamos muchas dudas acerca de nosotras mismas en particular: el físico, la opinión, la capacidad para gestionar… Esto es así porque nos movemos en una contradicción entre la apariencia de la sociedad y su realidad. Por una parte, tira de nosotras la igualdad proclamada por cuotas y leyes, y reflejada en responsabilidades laborales y horarios; y por otra, padecemos la ausencia de igualdad en mil aspectos de la vida cotidiana. Afirmadas y negadas al mismo tiempo, sometidas a la constante evaluación externa de nuestras capacidades, nos sentimos menos válidas que los hombres o que esas mujeres “modelo”  a quienes nadie ha visto en realidad. Y para esta percepción de inferioridad no hacen falta pruebas objetivas de fracaso, e incluso podemos tener delante nuestros éxitos. Queda aún mucho camino que recorrer.

Uno de los grandes retos es conseguir que las responsabilidades laborales y sociales puedan ser llevadas a cabo por los hombres o las mujeres como individuos, cada cual a su manera personal, y que solamente cuente la capacidad para hacerlo bien. Pero hay un reto aún mayor y es el de ajustar el ámbito interno, la intimidad de la pareja, de la familia.

Una primera cuestión es: ¿Qué esperamos las mujeres de los hombres de hoy? Queremos encontrar compañeros de viaje. Tal vez nos ha hecho daño la idea de que no necesitamos al hombre. ¿Es posible que los hombres encuentren contradictorios nuestros mensajes? ¿Comprenden las actitudes que necesitan mantener y las que no, o están confusos? A lo mejor les recordamos la letra de esa vieja coplilla popular:

No quiero que te vayas

ni que te quedes,

ni que me dejes sola

ni que me lleves.

Quiero tan solo…

Pero no quiero nada.

Lo quiero todo.

Sin embargo, no se trata de aportarlo todo, sino de ofrecer al otro lo mejor de cada uno. La mujer quiere un compañero diferente a ella –porque necesita y desea esa diferencia– pero con voluntad de caminar a su lado, que marque el rumbo en algunos tramos y en otros acepte ser guiado.

Un cambio de ubicación es un viaje complicado. Mucho más cuando se trata de mantener estable un péndulo. Para los hombres, sepultados durante mucho tiempo por un océano de estereotipos que afectan a la propia gestión de sus emociones y sus afectos, y batiéndose a veces en retirada ante las actitudes excluyentes de hoy, está siendo más difícil que para nosotras. Pero no hay excusas, el camino tenemos que hacerlo juntos o no se hará. Vamos a mirarnos en quienes ya lo están haciendo. Y ahora viene una pregunta obligada: ¿Qué esperan ellos de nosotras? ¡Lo mismo!

LA MATERNIDAD

La cuestión de la maternidad está latente, sin excepciones, en la percepción que tenemos sobre nosotras mismas. Sin embargo la decisión, el rechazo o el anhelo de la maternidad y el hecho de ser madre no son, ni mucho menos, la misma cosa. Tal vez por esto se plantea con cierta frecuencia la renuncia consciente a la maternidad, una decisión que nunca está libre de desencadenar alguna que otra tormenta interior.

Debemos denunciar una gran contradicción de nuestro tiempo: cuando los avances médicos nos han hecho olvidar que la primera causa de mortalidad en la mujer era el parto, cuando el nivel económico ha crecido tanto, cuando se puede escoger el mejor momento para tener un hijo y el número de ellos, la propia sociedad dificulta desde muchos frentes la maternidad.

Hoy la competitividad laboral y la calidad de vida son valores prioritarios. Además, vivimos en una sociedad dislocada, donde cada vez es más difícil la estabilidad afectiva, y que penaliza a la joven que tiene un hijo a los dieciocho años mientras facilita que procree su abuela de sesenta.

Los poderes públicos tardan en comprender que es necesario incentivar la maternidad, y mientras tanto surge una nueva manera de presionar a las mujeres: el mobbing a las embarazadas, que castiga a quienes se atreven a formar familias mientras desarrollan una tarea profesional. Una mujer joven lleva siempre sobre sí la “sospecha” de la maternidad. En algunos casos, la tiene expresamente prohibida bajo pena de despido inmediato. Desde luego, cualquier modificación temporal del puesto de trabajo en una gestante –aún estando reconocida por la ley– se considerará contraria a la organización de la empresa. Todavía pocos empleos constituyen excepciones a esta regla.

Esta situación se va denunciando tímidamente pero todavía no está bien planteada. Por ejemplo, hace pocos años hemos visto en las marquesinas de los autobuses de Madrid una campaña del gobierno de la comunidad en la que se intentaba concienciar sobre este tema. En la imagen, que representaba una entrevista de trabajo, un directivo preguntaba a un joven aspirante: ¿No se te ocurrirá quedarte embarazado, verdad? Y un eslogan nos aleccionaba sobre lo absurdo de esta situación. Pero el absurdo está en el planteamiento, porque los hombres no se quedan embarazados: tienen hijos. La pregunta debería ser: ¿No se te ocurrirá tener hijos, verdad? Esto es, compartir el permiso de maternidad con tu mujer, reducir tu jornada para criar a los menores de siete años, llegar tarde o salir antes para llevarlos al médico, evitar alargar el horario innecesariamente y tantas otras cosas. Así ya no se presentaría una situación absurda sino injusta, como es en realidad.

Buena parte de los errores que rodean la percepción social de la maternidad, hoy como ayer, surgen de creer que corresponde exclusivamente a la mujer. Perpetuamos así la tradicional invisibilidad de los padres. Pero existe también para muchos hombres una vivencia de la paternidad como componente esencial de la vida. Negársela es un gravísimo error; potenciarla e implicarles cada vez más y mejor en la vida de sus hijos, una certeza de que el futuro será mejor que el presente.

Me parece que en este punto es imposible avanzar sin autocrítica. Las mujeres también nos hemos ubicado mal en muchos aspectos y hemos consentido una especie de todo para nosotras, tal vez impulsado por intereses reaccionarios. La conciliación entre la vida familiar y laboral, la decisión de afrontar la maternidad, la equidad en la tutela de los hijos son espacios importantísimos en los cuales los hombres tienen que caber. Y en los que tienen que querer estar, claro. A mí me escandaliza su ausencia – en forma de “prohibida la entrada”- en muchas decisiones sobre sus hijos. Me preocupa la banalización que supone tratarlos a todos como si fueran irresponsables y no tuvieran nada que decir.

Tener hijos es una cuestión esencial. Yo estoy convencida de que la plenitud vital se alcanza dándole una respuesta afirmativa, aunque la sociedad otorgue hoy un protagonismo mayor a lo existencial, en el sentido de lo inmediatamente presente, y por eso las circunstancias concretas de cada momento sean las que determinen por sí solas si se le puede abrir o no la puerta. 

En cualquier caso, quienes opten por ser padres merecen durante todo el trayecto la ayuda y la protección de la sociedad entera.

LA VISIBILIDAD

Las mujeres somos cada vez más visibles. Todas tenemos una deuda de agradecimiento con las pioneras que han sabido saltar sobre dificultades y entrar en sitios vedados para abrir la puerta a las demás, sobre todo si además de llevar a cabo el qué supieron conducir el cómo: con elegancia, con dignidad, con valores… y con agallas. Sin embargo, no podemos pasar por alto una clave: al abrir una puerta por primera vez, cada pionera ha encontrado un hombre que quiso dejarla pasar.

Una pionera, en un trabajo que era hasta hace poco otro feudo de la masculinidad, es la taxista madrileña Gloria Laguna. Ella, que en el mundo del taxi aún se siente discriminada a veces por ser mujer, cuenta con la misma clave que el resto de nosotras: una voluntad de hierro y un compañero que la apoya.

Una vez me dijo: el día que libro, aprovecho para hacer las cosas de la casa, esas más escondidas, de las que parece que los hombres no se dan cuenta, hago la compra o a lo mejor me voy a la peluquería para decir de mí misma “soy una mujer”.

La última frase de Gloria impacta porque nos muestra la verdadera dimensión del trabajo que realiza, y hasta qué punto el machismo en el ámbito laboral puede obligar a las mujeres a adoptar actitudes alienantes –de alguien ajeno– y por tanto a disfrazar su identidad. Con o sin muestas externas de “feminidad”, Gloria conduce su taxi como una mujer y el camino hacia el futuro pasa porque esa particularidad se convierta en irrelevante, no como hasta ahora en falsamente imperceptible. Por eso debemos luchar por nuestra propia feminidad: por ser cada vez más mujeres.

Existe una fórmula para desarrollar al máximo la proyección espacial de las mujeres y es tan sencilla, o tan compleja, como “mujeres valientes + hombres que las valoran”. Si se puede sumar a esto un compañero de vida que apoya en el día a día, encontramos ya una fórmula perfecta.

LA CONCILIACIÓN 

La incorporación masiva de las mujeres al mundo laboral no ha supuesto una descarga de las tareas domésticas; aún hoy, ocho de cada diez mujeres trabajadoras son también amas de casa a tiempo completo. Es un doble o, si hay hijos, triple papel que no se ha valorado hasta ahora suficientemente.

En el año 2005 se realizó entre los empleados de la administración pública de la Comunidad de Madrid un estudio sobre los riesgos psicosociales. Son aquellos aspectos de la organización y gestión del trabajo que pueden causar daños físicos o psicológicos a los trabajadores. Uno de los factores de riesgo era la carga resultante de sumar la tarea laboral con la doméstica y cómo la organización de la primera puede dificultar o facilitar la segunda. El 63% de las funcionarias madrileñas – disfrutando de estabilidad laboral y horario regular- percibían esa doble carga como perjudicial para su salud. Me gustaría saber si este panorama ha cambiado en trece años. Estoy por asegurar que no.

Sea cual sea el trabajo que desempeñemos, casi todas tenemos una larga jornada que precede y prolonga al horario laboral: la compra, la comida, la limpieza, los deberes de los niños, las visitas al médico, las citas con los profesores, el cuidado de la ropa, la organización general de la casa, la gestión de la economía, la atención a enfermos… En el periodo de vacaciones, esta tarea suele ocupar la totalidad del tiempo, siempre hay algo que hacer en casa o con los niños. Curiosamente, no queremos dejar de hacerlo: sólo queremos compartirlo. Con los hombres. Porque con frecuencia conseguimos ajustar la conciliación a costa de la desigualdad, con el concurso de otras madres de familia que, mientras atienden a nuestros hijos, no pueden ver a los suyos en todo el día.

Y es que el aspecto más importante en el que actúa la necesidad de conciliar es, evidentemente, el de los hijos. No es posible renunciar a tenerlos y por eso un punto de inflexión es, y seguirá siendo siempre, su educación y su cuidado.

En España la duración de la baja por maternidad es de 112 días, frente a los 364 del Reino Unido, los 315 de Bulgaria, los 294 de Irlanda…, o los 98 de Suecia. Pero la conciliación entre el trabajo y la familia no se sustenta únicamente en el periodo perinatal. Los niños necesitan a sus padres durante muchos años. Las medidas de conciliación deben abarcar toda la infancia, favorecer la convivencia familiar y no simplemente la atención externa a los niños en guarderías o colegios abiertos de sol a sol, e implicar tanto al padre como a la madre, aunque no sea a los dos a la vez. Tenemos que ser realistas: negar el impacto que el horario laboral de la madre tiene sobre la infancia y la adolescencia, cuando no están bien establecidas las redes de ayuda, sería situarse de espaldas a la realidad. La presencia del padre no excluye la necesidad que tienen los niños de contar con una madre que ejerza como tal, en cantidad y calidad del tiempo. Pero la conciliación no puede ser un asunto exclusivo de las mujeres. Y debemos reconocer una buena parte de culpa femenina en que se vea así.

La propia legislación perpetúa la idea de que la familia es responsabilidad exclusiva de la mujer. En el contenido de las leyes de Conciliación, de Dependencia y de Igualdad se establecen medidas destinadas a evitar perjuicios en la carrera profesional de las mujeres que asumen las responsabilidades familiares- dirigidas evidentemente a que las sigan asumiendo- y muy pocas medidas para facilitar que los hombres participen. Por otro lado, prácticamente ninguna mujer entre las que ocupan cargos políticos declara públicamente que sus hijos estén incluidos en su orden de prioridades.

El primer factor de conciliación es el tiempo. ¿De verdad hay alguna cuestión ineludible que retenga en el despacho todos los días a una mujer hasta las diez de la noche? ¿Y a un hombre? ¿De verdad es imposible diseñar horarios racionales para los trabajadores?

La clave de la conciliación de todos está en los hombres: en que tomen conciencia del enriquecimiento que proporciona la convivencia con los hijos; en su insumisión frente a los horarios desbocados e injustificados; en que hagan causa común con las madres porque ellos son y quieren ser padres. Frente a los sinsentidos de muchas facetas de la vida laboral, convivir con los hijos y desarrollar un espacio propio de gustos y aficiones son aspectos básicos que llenan de sentido la vida. Y la felicidad está, no lo olvidemos, en lo que tiene sentido. Hay muchos, muchos hombres entendiendo ya que la vida es algo a gestionar entre un yo y un tú; muchos hombres sustituyendo la expresión “yo colaboro” por la de “los dos somos responsables”. Y son hombres a quienes siempre les compensa.

Sin una verdadera conciliación no habrá igualdad. Como ciudadanos debemos exigir una inversión generosa en políticas de familia; como trabajadores, un respeto a los valores personales por parte de las empresas; como individuos –hombres o mujeres- la posibilidad de construir nuestra escala de valores primando la calidad de las relaciones humanas.

LA PARIDAD

La discriminación positiva se define como un trato preferencial, otorgado a un grupo que históricamente haya sufrido discriminación, para compensar los perjuicios ocasionados. Sin embargo, nuestro tiempo gusta de hacer uso de este tipo de discriminación a veces hasta extremos que rozan lo absurdo, sobre todo con las mujeres. Vi hace un par de años una campaña que otorgaba ayudas a jóvenes empresarios, con unas condiciones ventajosas para las mujeres menores de treinta y cinco años y los hombres menores de treinta. Sinceramente, no consigo entender por qué la edad no puede ser la misma para todos. La discriminación positiva- en este caso innecesaria- convertía estas ayudas en injustas. Vistas con los ojos de un hombre de treinta y un años, seguramente son incomprensibles. Lo mismo ha ocurrido con las cuotas. Son un arma de doble filo: por un lado aumentan la visibilidad de las mujeres – algo necesario- y por otro etiquetan a quienes acceden a puestos de dirección a través de ellas, colocando el género antes que la persona de tal manera que cualquier error de ésta se atribuye al género en su totalidad. Si la ministra X ocupa su puesto por cuota – circunstancia que, ante la opinión pública, se impone a sus capacidades personales- y resulta que es incompetente, lo es por ser mujer, y nos hace retroceder a todas hasta casi el principio de la historia. Cuando cualquier mujer ocupa un lugar por cuota, el juicio sobre ella se convierte en juicio al género, y eso puede llegar a lesionar gravemente la autoestima.

La paridad es un medio y no un fin; un primer empujón, no un motor de avance. Si recordamos aquella lista para las elecciones municipales rechazada hace años porque estaba compuesta sólo por mujeres, nos daremos cuenta de hasta qué punto es preciso actuar con sentido común y equilibrio. Positiva es un adjetivo; el sustantivo es discriminación, por eso debe ser siempre una vía a extinguir. Honestamente, creo que en España ya ha cumplido su objetivo primero y ahora es momento de avanzar a favor del mérito y la capacidad, configurando una sociedad en la que ninguna mujer con ganas de llegar arriba se quede enganchada en los obstáculos del camino. Ni se quede enganchada al juicio del género que parece ser compañero inseparable de la cuota.

EL LENGUAJE

Sí, el lenguaje nos esconde. Y a veces nos ataca. Nuestros problemas con las palabras abarcan tres aspectos fundamentales, y es importante distinguir su orden de prioridades para mejorar las cosas. El primero es la estructura del propio lenguaje, la invisibilidad de lo femenino en las concordancias lingüísticas, que es real pero a la vez posiblemente lo que menos nos importa a las mujeres; el segundo, más grave, las connotaciones ofensivas de muchas palabras relacionadas con la feminidad. Aquí está el verdadero terreno del machismo en el lenguaje y, este sí, debe ser intolerable. Pero hay aún un aspecto más, desvalorizador para las mujeres y en el que estamos nosotras mismas implicadas. Se trata de nuestra propia manera de expresar las ideas y opiniones en público, heredada de un complejo de inferioridad que recorre la historia y sobre el que casi nunca se suele incidir.

En los debates públicos o privados, en las asambleas y reuniones de todo tipo, las mujeres hablamos menos que los hombres y cuando intervenimos lo hacemos de una manera especial que los lingüistas norteamericanos llaman precisamente «el lenguaje de las mujeres» y que invito a observar en cada una de nosotras porque no se trata de un mecanismo consciente. Es una manera de expresarse marcada por las dudas y los comienzos en falso, por los “yo creo…”, “tal vez me equivoque pero…”. Con demasiada frecuencia introducimos nuestros comentarios con expresiones que nos devalúan: “quizá piensen que es una pregunta tonta, pero…”; a menudo utilizamos un tono interrogativo que transforma una declaración en una petición de ayuda o de reafirmación; con frecuencia hacemos uso de preguntas latiguillo que tienen el mismo efecto: “Camus es francés, ¿no?”, y una cantidad excesiva de adverbios “a veces, tal vez, quizá…”. Este estilo de expresión oral, independiente del contenido específico que se quiere comunicar, transmite falta de confianza en lo que se está diciendo y perjudica la credibilidad.

Parece que nos avergonzamos de expresar con franqueza y de forma abierta nuestras ideas, como si estuviéramos rebosantes de sentimientos de insuficiencia, algo que es mucho más grave que el normal reconocimiento de las propias limitaciones.

A veces acompañamos esta manera de hablar con gestos estereotipados que subrayan la situación de aparente inferioridad. Y son frecuentes también los comentarios desvalorizadores relacionados con la propia apariencia, sin venir a cuento, como si nunca perdiéramos de vista nuestro aspecto físico. Como resultado de esta actitud, es menos probable que se conceda directamente la palabra a las mujeres que a los hombres en una reunión y de hecho es frecuente que se nos ignore aunque manifestemos disposición a hablar.

Es importante combatir el sexismo en el lenguaje, pero aún lo es más tomar la palabra en público de manera afirmativa y resuelta. Y la solución a esta  brecha del lenguaje femenino es exclusivamente nuestra. Estamos llamadas a terminar con el silencio a que hemos estado reducidas, a dar voz y valorar nuestra propia capacidad, con naturalidad y sin acritud. Hemos llegado muy lejos como para conformarnos ahora con complicar las formas de comunicación. No se trata solamente de que aparezcamos todos y todas, se trata del “yo pienso” sin miedo y sin vergüenza.

LOS ESTEREOTIPOS

Una mujer con determinación es fría. Una mujer bella es tonta. Una mujer amable es débil. Una mujer con autoridad es una bruja. Quien llega lejos es porque ha utilizado “armas de mujer”. Los hombres no lloran. Todavía muchas personas actúan como correa de transmisión de estos prejuicios. Los tenemos dentro, transitan por nuestras neuronas como una guarnición militar en una ciudad conquistada.

Hace unos meses, un adolescente estaba hojeando los reportajes de una revista dirigida a las mujeres. Cuando terminó, se me acercó indignado y me dijo: “Pero, ¿cómo aguantáis esto?” Yo ya había leído la revista y no había encontrado nada especial. Volví a abrirla.  Uno de los reportajes, destacado en portada, se titulaba “Tu mejor amiga es tu enemiga”; otro, muy amplio, “La atracción de los hombres malos”, contenía una biografía idealizada de algunos maltratadores famosos y de sus mujeres. En él se usaban como titulares estas frases: “Picasso fue mi amo”; “Si yo fuera mejor y diferente las palizas terminarían”. Otros reportajes eran: “A nosotras todo nos duele más”, y “Quiero una 95 de pecho”. En cincuenta y ocho páginas, de las que casi un tercio eran de publicidad, una revista femenina exponía muchos de los peores tópicos del género. ¡Y yo no me di cuenta hasta que un muchacho joven me lo hizo ver! Entendí enseguida que su rechazo a estos contenidos era una señal del futuro.

Las etiquetas sirven para simplificar la realidad y facilitar las descripciones en el lenguaje. Para hablar, en la vida cotidiana, las necesitamos. Sin embargo, la mayoría de los estereotipos sobre las mujeres parten de un principio claro: la misoginia, el rechazo. Cuando un hombre dice “No hay quien las entienda”, en realidad quiere decir “renuncio a entenderte a ti en concreto”. Pero también anidan en nuestra percepción sobre nosotras mismas y en nuestra relación con otras mujeres. Por supuesto, estamos saturadas de prejuicios contra los hombres: “van a lo que van”, “todos sois iguales”. En la mayoría de las ocasiones todavía esperamos encontrar de antemano en cualquier hombre un machista en potencia. Tan estereotipada es la creencia de que siempre una mujer va a estar más preparada para cuidar a un familiar enfermo, como la de que siempre un hombre va a ser incapaz de ocuparse de sus hijos. Los prejuicios nos aseguran en posiciones rígidas y ya establecidas de antemano, de manera que nunca haya que explicar por qué las defendemos. En todo caso, deberá que aportar argumentos quien los rechace. Tienen un origen social y cultural y se transmiten a través de la educación. Son tan difíciles de contrarrestar precisamente porque forman parte del medio en que nos movemos mejor, nuestro elemento social común, nuestras tradiciones.

Los medios de comunicación tienen una gran responsabilidad en la vigencia, o incluso en el retorno, de muchos estereotipos. Las series de televisión nos cuentan que la mujer está hecha para seguir dos pasos por detrás a su macho. Los programas de cotilleos consagran a las “queridas de…”, un tópico antiquísimo. Las revistas del corazón han tomado como causa propia el denigrar a las mujeres; las de belleza muestran la feminidad como el resultado de aplicar técnicas de moda y maquillaje; los periódicos “serios” ilustran un encuentro de Estado con la foto de dos espaldas de mujer, y convierten el aspecto de las gobernantes en factor que determina su competencia.

Estos mensajes tienen éxito porque hacen funcionar los mecanismos más primarios de identificación, arraigados en nosotros desde la infancia de la humanidad. Pero nos sientan mal. Son como alimentos caducados, me dijo una vez Javier Urra. ¿Por qué consumirlos entonces? Los medios de comunicación social se mueven con el viento de la audiencia. Mientras los que tienen responsabilidades públicas y micrófonos cerca se deciden a intervenir –yo tampoco sé lo que esperan– las mujeres y los hombres a quienes eso nos parece intolerable debemos demostrarlo con el mando a distancia o dejando de comprar.

LA IGUALDAD EN LA DIFERENCIA

La igualdad en la diferencia –entre hombres y mujeres, pero también entre cada ser humano– es alentadoramente posible. Sin embargo, para conseguirla tendremos que llevar a cabo cambios profundos. Pero será la cima de todos los avances en la condición femenina, en la condición humana. 

El siglo XXI debe ser un siglo de mujeres que creen en sí mismas y afianzan sus palabras y sus pasos en esta confianza. Un siglo de mujeres conscientes de que, poniendo en juego todas sus capacidades y reconociendo el apoyo de los demás, podrán conseguir sus objetivos desde su propia geometría personal. Mujeres que podrán conciliar sin culpas la vida laboral y personal. Mujeres que tendrán hijos, pero dejarán atrás el complejo de superwoman que tanto daño ha hecho a la felicidad.

El siglo XXI será también el de la masculinidad sin machismo. Los hombres comprenderán que no han perdido ningún papel con la visibilidad de las mujeres sino que, por el contrario, reconocen mejor su verdadera esencia. Ellos también necesitan liberarse de sus corsés históricos. El esquema clásico de la masculinidad, tan rígido, les engañó diciendo que el macho sólo podía tener deseos y pensamientos. La prohibición de gestionar y expresar sus sentimientos les ha mutilado muchas vivencias que son, más allá de los géneros, profundamente humanas. Ahora van a saber que los deseamos en nuestra vida y los necesitamos como hombres, como padres que educan, como compañeros de camino, como apoyo en la fatiga y como trampolín para impulsarnos.

Hombres y mujeres somos iguales en esencia –personas– y, en el otro extremo del arco, debemos ser iguales en oportunidades. El espacio intermedio entre ambas equivalencias está ocupado por la diferente manera de estar en el mundo, interpretarlo y ocupar un lugar frente a él. Es la existencia que nos hace hombres o mujeres en genérico, personas únicas e individuales si nos miramos aún más de cerca.

Iguales en derechos y deberes, diferentes en la manera de encarar la vida. Así es como debemos lograr que sea. Y definirlo para que perdure, porque las más genuinas mujeres del siglo XXI son nuestras hijas y ellas deberán tener la posibilidad de hacerlo todo como mujeres en un mundo en el cual esta condición, como la de ser hombre, sea relevante en la intimidad e irrelevante en la proyección externa. Para mí una de las claves del futuro está en despojar a los valores de sus características de género y verlos desde su verdadera dimensión: la personal. Somos personas decididas, responsables, libres, sensibles, solidarias, frágiles, vulnerables, limitadas, complejas. Hombres y mujeres.

¡Haz clic para puntuar esta entrada!
(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja un comentario