Creo que si lográramos entender el sistema educativo sin los exámenes, estaríamos en otro planeta, en otra civilización o formaríamos parte de otra especie. A pesar de que se habla cada vez más de aprendizajes útiles, imprescindibles o competenciales, las pruebas escritas al estilo tradicional siguen siendo los instrumentos preferidos por los docentes para medir lo que el alumnado ha aprendido, con el fin de plasmarlo en una calificación -parcial o final-. Pero, ¿son realmente necesarios los exámenes?
Lo primero que hay que tener en cuenta es que el examen escrito -al igual que uno oral- es simplemente eso, un instrumento de evaluación; un medio que usamos para registrar una información que el estudiante debe haber interiorizado en mayor o menor medida, en función de distintos factores, no solo que haya estudiado más o menos.
Al igual que existe este instrumento, que es de los más ancestrales, clásicos y de corte academicista, existen otros, y cualquiera de esos otros puede ser usado también, en función de la información que queramos obtener. Por eso, hay que tener claro si con el examen que programamos para nuestro alumnado, vamos a poder medir aprendizajes imprescindibles o competenciales que se puedan ubicar en nuestros currículos; si no es así, la prueba escrita tradicional es un instrumento totalmente prescindible.
A veces, parece que el examen es el instrumento sobre el que se apoya el profesorado para justificar que alguien tiene que suspender (normalmente, el alumnado que por cualquier motivo está situación de desventaja), y reproducir de forma mecánica lo que hicieron con nosotros cuando éramos alumnos o alumnas.
Ya de por sí, que los estudiantes tengan verdadero pavor a este tipo de pruebas es síntoma de que algo no va bien, si de lo que se trata es de despertar ilusión y motivación hacia los aprendizajes.
Una prueba escrita normalmente pone en valor la capacidad memorística de nuestro alumnado y no la durabilidad y trascendencia que esos aprendizajes han adquirido para su vida posterior, que, creo, es de lo que se trata.
A medida que diseñamos pruebas escritas más prácticas, menos conceptuales y más basadas en que el estudiante ponga en prácticas destrezas y habilidades centradas también en el “saber ser”, la relevancia educativa del examen crece, sí, pero no será suficiente si no recurrimos a enriquecer nuestra gama de instrumentos y, por supuesto, la metodología que llevan aparejados.
No hay ninguna normativa educativa que nos obligue a programar pruebas escritas con alumnado de etapas obligatorias de enseñanza. Las leyes nos dicen que tenemos que evaluar cualitativamente y calificar de forma cuantitativa, así como ofrecer puntualmente información a alumnado y familias sobre el proceso de evaluación continua, con el fin de detectar conjuntamente posibles dificultades en un transcurso temporal y acordar mecanismos de mejora.
Sin embargo, calificación ni evaluación -y mucho menos evaluación continua- son sinónimos de examen.
El ejemplo de los exámenes de Lengua
Si damos clase de Lengua, por ejemplo, deberíamos utilizar en igual grado y cantidad pruebas escritas y orales, ya que, si nos fijamos en el marco curricular español, los criterios de evaluación relacionados con la oralidad son la misma cantidad que los relacionados con la escritura.
Además, la competencia en comunicación lingüística se moviliza más en situaciones reales de interacción oral, por lo que con más motivo -si cabe- nuestros instrumentos de evaluación que requieran de la oralidad deben incluso anteponerse a aquellos que necesitan de la escritura tradicional, método cada vez más subsidiario con la irrupción de la multiplicidad de soportes telemáticos.
Sin exámenes escritos, ¿una aberración?
No será una aberración, ni mucho menos, programar un curso escolar sin pruebas escritas tradicionales, ya que no se ha demostrado su eficacia, en un mundo educativo en el que cada vez más se habla de vaciar los currículos de contenidos, de la interdisciplinariedad o de trabajar por ámbitos.
Si lo que necesitamos es tener un registro documental como prueba del resultado de ese proceso de evaluación, tenemos desde las rúbricas hasta los porfolios o cualquier medio audiovisual o telemático que nos permita que quede constancia que se ha trabajado o medido un aprendizaje que, reitero, cada vez más debe tender a lo competencial, a lo transferible a otros contextos y a lo duradero.
Prescindir en los posible de las pruebas escritas en soporte papel nos permitirá además trabajar más en consonancia con la diversidad. La educación no se trata de que los estudiantes demuestren que han entendido apuntes o explicaciones. Se trata, en realidad, de los docentes nos demos cuenta de cómo aprende cada alumno o alumna: de cuáles son sus ritmos, sus gustos, sus habilidades, sus destrezas y sus inquietudes.
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Una educación de calidad es aquella que logra ajustarse a todas las personas, como signo de equidad y de progreso. Lo que hemos hecho hasta ahora no quiere decir que esté mal y que haya que deshacerlo, pero sí nos debe invitar a una reflexión profunda sobre el sentido de lo que hacemos y para qué lo hacemos, y hasta qué punto eso nos revierte a los docentes en bienestar emocional.
El abandono del saber enciclopedista, de corte academicista, en el que el alumnado apenas desarrolla la capacidad crítica y una forma de entender el mundo acorde con las complejas realidades que nos rodean, conduce a ese necesario cambio en las relaciones alumnado-profesorado.
Dicho cambio busca establecer vínculos inexplorados entre todos los componentes de una clase, vínculos que no se forjan frente a un folio, sentados de uno en uno y en silencio.
No olvidemos que de que la profesión docente, la carrera de profesor, es, probablemente, la más influyente del mundo. Preguntémonos si para ese acto trascendental de unión de personas en un aula para construir juntos un mundo mejor son necesarios los exámenes.