ESTUDIO Y VOCACIÓN

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A VUELTAS CON EL ACADEMICISMO

Ingres, «Napoleón en su trono imperial»

Todos tenemos en la cabeza lo que es un lenguaje académico, pero veámoslo. Leo de un libro de texto de ESO:

“Gracias a la expansión económica de los siglos XV y XVI surgió una nueva manera de comprender el mundo: el Humanismo. Los humanistas reivindicaban la herencia cultural y artística de la antigüedad grecorromana y situaban al ser humano en el centro de todas sus reflexiones.”

“Leonardo da Vinci es un modelo de artista del Renacimiento, excepcionalmente dotado para la creación artística y la ciencia. Entre sus pinturas hay que destacar La Gioconda y La Santa Cena.

Rafael (Rafaello Sanzio), cumbre de la pintura renacentista, destaca por el dominio de la técnica, por los retratos y por la elegancia y armonía de las composiciones. Son destacables sus Madonne (en italiano quiere decir Madre de Dios) y las pinturas murales de las Estancias Vaticanas, como La Escuela de Atenas (1511).”

El libro ofrece presentación, comentario, definición, listado… Lo que solemos entender como «estudio». Un libro de primaria no se aleja demasiado de ese modelo, sólo lo acota y lo limita. De hecho vemos muchas definiciones y listados repetidos y ampliados a lo largo de la escolaridad. Y tenemos a niños ya con ocho años «estudiando» un mundo que si lo viven ya lo estudian y si lo estudian les falta vivirlo y entenderlo. Sin duda, dirán, esa no es la misión del manual. Perdón, libro de texto, ya que manual suena más universitario…

¿HAY MUCHA DIFERENCIA?

Definir y listar es lo propio de la academia, entendida como muestrario de la vida propuesta de una determinada manera. La realidad viene en potecitos etiquetados y con una pequeña descripción al pie. Y la cultura se entiende como catálogo de coleccionista que se muestra con orgullo de funcionario.

“Un planeta es… Los planetas del Sistema Solar son… a saber…”

Hasta en los salones dieciochescos se caricaturizaba ese tipo de erudición (y yo la veo promocionada en un vídeo de una conocida editorial). Los auténticos actores de la Historia fueron los que vivían la ciencia, no los que la «tenían». Pero concedámosles que los medios para vivirla no estaban al alcance de todos. No como hoy.

En el «academicismo», la formalidad con que los manuales de «estudio» tratan sus temas tal vez haya una especie de terror propio de los capitanes del barco a abandonarse a las fuerzas de la disgregación. A vulgarizar la ciencia hasta pervertirla y convertirla en banalidad masticable o soluble. La verdad ya está masticada. La podemos seguir masticando en clase, pero al final ha de quedar lo masticado desde la academia. Porque…

¿Y si los que ahora son grumetes después no “se saben” los protocolos de navegación como debe ser y carecemos de profesionales capaces de llevar la nave?

También podría verse la metodología del recurso final. Aquello a lo que se vuelve después de vagar por las experiencias, bien o mal digeridas, para hallar la seguridad de lo concreto, acotado y homologado. Si os habéis perdido, al menos ése es el plano actualizado. Lo triste de esos planteamientos es que permiten a los menos dotados apalancarse en su falta de iniciativa, su miedo al error y su pereza intelectual. Promueve ese tipo de personajes ridículos de las series que recitan las frases del reglamento con una literalidad y pompa que les revela como ignorantes. Es decir, dominados y esclavos de la literalidad de lo escrito por otros. Ese «academicismo» en edades tempranas puede ser profundamente antieducativo. Si se les da un manual con el que cumplir, no se espere que «lo digan con sus propias palabras». Ellos siempre intuirán que «sus palabras» no están a la altura. En la metáfora de la navegación, tendremos futuros capitanes capaces de navegar en la calma pero incapaces de superar imprevistos.

No puede empezarse así a los ocho años. Y no reniego del academicismo siempre que sea en su momento. Y el momento, creo, es la Secundaria No Obligatoria, el bachiller, entre nosotros. A los 16 años puede uno estar educado y «vivenciado» para que la literalidad no le domine sino que incluso pueda manipularla y mejorarla. Y sobre todo, porque es la edad en que debe comenzar a asentarse la vocación, la llamada personal. Toda la escolaridad anterior debería servir para descubrir eso que Ken Robinson llama «el elemento».

¿En qué soy yo capaz de mejorar «el texto», el que sea?

Yo propondría que en esa primera etapa, al estudio (practíquese a ratos si se quiere) se opusiera la «familiarización». Cosas que hay en el mundo. Tenemos diez años para verlas, experimentarlas y ejercitarlas. Los currículos murales nos las recuerdan pero nosotros hemos de llevar las cuentas. La responsabilidad es nuestra. A los que no lo hagan así, tampoco les servirá de mucho «el manual».

Si lo real no va contigo, su representación te resbalará sin dejar huella.

Por tanto mi recomendación sería NO ESTUDIES, FAMILIARÍZATE. Y posiblemente en lo familiar encontrarás la llamada, es decir, la vocación. Con 16 años está uno preparado para comprometerse. Uno acepta desafíos como el academicismo y los mínimos. No veo posible «imponer mínimos» desde fuera. Algo muy parecido a la evangelización de los indios. La paradoja es que cuando empiezan a emanciparse resulta que se hacen luteranos.

Raffaello Sanzio, «La escuela de Atenas»

No les machaquemos antes de los 16 con «movimientos artísticos». ¿Qué clase de cosa es ésa? Lo que había eran señores hábiles que igual podían pintar que esculpir que dirigir una obra de la que antes habían hecho los planos. Y unos papas que les protegían hasta de auténticos crímenes. ¿Por qué mitificar a Leonardo, el hombre renacentista, como si fuera un ser extraterrestre que bajó un día a la tierra para mostrarnos la luz? Probablemente era un individuo espabilado y tenaz como podría serlo cualquiera de nuestros alumnos. Y cometía errores garrafales como cualqiera. Que fuera una excepción posiblemente indica que la educación de aquel momento tampoco era para tirar cohetes. Había técnicas concretas, preocupaciones concretas.

Dejemos que prueben a hacer un cuadro abstracto y dejarán de opinar que lo de Picasso o Matisse lo puede hacer cualquiera. Dejemos que construyan con materiales viejos y jueguen con ideas y aprenderán a respetar a Duchamp o a Magritte. Mostrémosles máquinas, hablemos de ellas y dejemos que deduzcan los «trabajos» y movimientos básicos y las energías implicadas. No hará falta definirlas y nadie debería pedírselo antes de los 16. Entonces, una vez familiarizados, la letra se les hará evidente. Y no habremos perdido tiempo. Posiblemente hasta lo hayamos ganado.

Y si queremos que programen… por Dios, no les hagamos un manual ni les demos lecciones graduadas. Dejémosles ordenadores, guías versátiles y pongámosles retos que puedan resolver en grupo o individualmente. Y si quieren consejo, AHÍ ESTAMOS.

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