Hay instantes que merecen acompañarnos toda una vida. Son pequeñas confesiones de lo que somos, el tiempo como un amigo que escribe aquello que no podemos leer. Estamos solos, demasiado solos para que sea cierto. Por eso la literatura y el arte no necesitan decir lo que somos, lo muestran. Nunca tuve un paraíso donde una fe pudiera tranquilizarme. Pero siempre tuve la confianza de las palabras, ellas me iban descubriendo, me iban abriendo los mundos que nunca descansan. Sí, la imaginación nunca duerme: nos está esperando siempre.
Escribimos para que el tiempo no sea tiempo: es la eternidad que nos espera. Sigo recordando al niño que leía La isla del tesoro o Los tres mosqueteros: un niño que comprendió que las horas no eran horas cuando seguía a esos personajes. El tiempo no es un misterio que la infancia piense. Cuando lo hace, la hemos abandonado sin saberlo. Astérix y Obélix, Spiderman o Los cuatro fantásticos, no eran lecturas para escaparnos solamente. Eran la forma de sentir una vida que, ignorándola, presentíamos sospechosa. Escribir a escondidas, escribir hasta el amanecer, escribir como una pasión enfermiza, vino después. Hoy lo sé: aquel niño tuvo la culpa.
Escribimos para que la oscuridad tenga un nombre. Afirmaba F. Scott Fitzgerald: “Hablo con la autoridad que me da el fracaso”. Es cierto: escribimos con la autoridad que nos dan nuestras sombras. Escribimos para que las derrotas merezcan haberlas vivido, aunque no haya lenguaje que nos salve de la tristeza. Escribimos porque todo tuvo sentido, pero nadie nos enseñó que el dolor estaba ahí. Una lección invisible: toda soledad lo sabe. Escribimos porque todos los diccionarios se equivocan: vida y escribir son sinónimos.
Escribimos porque es una enfermedad incurable, una enfermedad maravillosa. La razón construye la casa, pero es la imaginación quien crea el hogar. La condición humana es un relato individual y colectivo: un relato evolutivo que ofrece sentido donde nadie nos responde. La naturaleza no está esperándonos, somos nosotros los que preguntamos en este gran silencio que llamamos cultura. Silencio paradójico porque está lleno de palabras, de simbolismo, de emociones significativas que llamamos lenguaje. Quien lee y escribe, comparte su miedo: la muerte no puede ser la última palabra.
Todos tenemos una biblioteca íntima que crece con nosotros. Una biblioteca donde entran y salen autores con parte de nuestra alma. Una manía que ha terminado por ser voluntaria: hay clases donde me sorprendo relatando la batalla de Troya, la tragedia que une a Héctor y Aquiles: el azar convirtiéndose en destino; la España polvorienta que es el fondo de una diálogo interminable, un diálogo donde el humor y la tristeza se vuelven inseparables: el Quijote y Sancho Panza; la culpa de Raskólnikov, esa culpa donde siempre nos reconocemos, aunque nos cueste confesarlo. Los alumnos me piden que no termine, que siga, que salte a otra historia: hemos vencido al tiempo, nada nos importa. Lo presienten: estoy hablando de nosotros. La imaginación nunca descansa.