La ciudad nos impone un ritmo de vida trepidante: nos obliga a vivir a caballo entre el «ser» y el «desear». Nos movemos constantemente impulsados por un deseo que nos incita a traspasar límites. En la mayoría de los casos, creemos superar barreras que durante siglos sólo han existido en la mente del ser humano, pero que hemos visualizado como reales. Hemos logrado un objetivo: convertirnos en arquitectos de sueños. Y es ese proceso de construcción el que nos permite esculpir una nueva identidad: democrática, cosmopolita y, ante todo, veloz.
Desde que Aristóteles definiera el concepto de ciudad como ‘núcleo plural’, el ser humano ha ido desarrollando un sinfín de mecanismos distintos con el objetivo de ser aceptado por la colectividad; confiando, de esta manera, en que el ideal de felicidad dejaría de ser una mera utopía. Cada día, la urbe nos propone nuevos retos: Tecnología, sanidad, cultura, comunicación, velocidad… Metas con las que soñamos a diario y que nos ayudan a afianzar nuestra propia identidad como integrantes del espacio urbano. Creemos en lo que somos porque creemos en lo que podemos llegar a ser.
Con el transcurso de los años, hemos convertido nuestras ciudades en espacios desde los que dibujamos nuestros proyectos y cada uno de nuestros anhelos más íntimos. Pensamos, con demasiada frecuencia, que si algo es bueno para nosotros también lo será para el resto de los seres humanos. Pero, en este avance vertiginoso, a veces, olvidamos que desconocemos a esos individuos que forman parte de aquel ideal colectivo que soñamos.
¿Mantenemos algún vínculo con ellos?
¿Nuestro sueño plural ha dado paso a un individualismo feroz?
¿Qué define, entonces, nuestra identidad como ser humano?
Si nuestros antepasados habitasen hoy las ciudades no sabrían utilizar el móvil ni Internet. Probablemente, muchos de ellos no sabrían interpretar un plano de carreteras, ni subir al metro o facturar en un aeropuerto. Indudablemente, el avance tecnológico ha mejorado nuestras vidas.
Hemos inventado un nuevo concepto de ciudad y podemos decir, con satisfacción, que hemos evolucionado. Pero, quizás, también haya llegado el momento de tomar un respiro, de mirar atrás y pensar en aquello que hemos abandonado en nuestra aventura. Como diría Erich Fromm en su libro El arte de amar, vivimos con la obsesión de ser rescatados de la soledad, aunque para ello tengamos que sacrificar nuestros propios sentimientos, nuestra propia percepción del mundo; en definitiva, nuestra propia identidad. Pero es posible que aún estemos a tiempo de construir lazos auténticos y de cuidar nuestros huertos.
Tal vez, entonces, dejaremos de ser arquitectos de sueños. Dejaremos de vivir en ciudades habitadas por soledades compartidas, por pequeñas parcelas de aquello que anhelamos ser. Podremos reinventar una nueva urbe que se nutra de sentimientos individuales, de experiencias vitales, de nuestra necesidad de ser, simplemente, seres humanos.