¿El fin de la escuela?

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¿El fin de la escuela?

La escuela ha muerto, viva la escuela

En 1992, Francis Fukuyama publicaba un controvertido libro “El fin de la historia y el último hombre”, desatando las más grandes discusiones en los círculos intelectuales a nivel mundial. La caída del muro de Berlín y su significado, el fin del sistema soviético y sus implicancias, llevaban al autor a plantear el término de una era. Mucho antes, en 1965, también en EE.UU, James Coleman publicaba el famoso Informe Igualdad de oportunidades educativas “Equality of Educational opportunity”, “el más ambicioso e influyente estudio realizado nunca en Ciencias Sociales” (Murillo, 2005) estudio válido y vigente hasta el día de hoy, donde entre otras cosas, afirmaba que la escuela aportaba poco al aprendizaje de sus estudiantes (no más del 10%) y que los resultados académicos se explicaban por el origen social y económico de las familias. Muchos de sus postulados han sido ratificados por la investigación posterior (Murillo, 2005; Martínez-Garrido, 2011).

Entre sus hallazgos podemos destacar: importancia y peso del origen familiar para explicar los resultados académicos y que esta relación no disminuía con los años, en otras palabras, no importan las escuelas. “El primer hallazgo es que las escuelas son notablemente similares en el modo como se relacionan con el rendimiento de sus alumnos cuando se tiene en cuenta el origen socioeconómico de estos. Es sabido que los factores socioeconómicos guardan una fuerte relación con el rendimiento académico. Cuando estos factores se controlan estadísticamente, resulta que las diferencias entre escuelas dan cuenta de una pequeña fracción de las diferencias en el rendimiento de los alumnos” (Coleman, 1966). A partir de ese momento, la investigación en educación dio un giro notable, originando el movimiento conocido como “escuelas eficaces”. (Carabaña, 2016).

Cumpliéndose ya 55 años del informe Coleman, nos encontramos en un escenario de pandemia mundial provocado por el COVID-19, que ha transformado de manera brutal todo el orden existente obligando a cambiar radicalmente, entre otras cosas nuestras conductas: en un primer momento confinamiento y aislamiento social y posteriormente distanciamiento social. Estas situaciones impactan en el sistema educacional en su conjunto (pre-escolar, enseñanza básica, educación media y superior) situándolo en una encrucijada nunca antes vista y que pone en jaque su estructura, misión, sentido y finalidad, producto que las funciones propias de las instituciones educativas no pueden efectuarse hoy de manera presencial. En pocos meses, los cimientos, la planificación y la relación enseñanza-aprendizaje, se han visto dramáticamente afectados. Algunos Informes señalan que las consecuencias afectarán al menos una generación (Reimers y Schleiher, 2020).

el fin de la escuela

La validez de una pregunta: ¿Es este el fin de la Escuela ?

Cabe entonces la pregunta ¿No serán estos, los síntomas que señalan el fin de la escuela y con ello, de una era, de un sistema educativo, ya en crisis? Más allá de cómo resolvemos la contingencia: si damos por perdido el año escolar, si se aprueba a todos los estudiantes o se aseguran los aprendizajes fundamentales, de la plataforma tecnológica que adoptamos para seguir manteniendo el aprendizaje, etc. surge perentorio entonces, preguntarnos en una doble acepción sobre el fin. En este escenario mundial, es este ¿el fin de la escuela? Y también es necesario preguntarse, hoy más que antes ¿cuál es el fin de la escuela, precisamente cuando la educación presencial no es posible? Lo que sí está meridianamente claro es que no se pueden escolarizar los hogares.

Hasta el año 2019, diferentes corrientes, estudios e investigaciones nos hablaban desde mejoras e innovaciones incrementales hasta la más extrema: la innovación disruptiva (G.Pilonieta, 2017). La realidad nos está demostrando en esta pandemia la irrupción de la innovación tecnológica y de esta en el sistema educativo, en medio del esfuerzo desesperado de gobiernos, universidades, escuelas y profesores por “capear las olas” que se suceden unas tras otras. Nunca fue tan evidente esto de aprender, desaprender y reaprender, en distintos ciclos y dimensiones vitales (A. Toffler, 1970, 2006). A la luz de los acontecimientos en todo el mundo, pareciera ser que la educación no necesita una escuela ni el aprendizaje necesita un aula.

Y cuando el COVID-19 pase, ¿porque pasará no es cierto? la pregunta es: ¿qué pasará cuando esto pase? No será una nueva normalidad, sino una nueva realidad ¿cómo se configurará el escenario educativo? ¿qué haremos al regresar a las escuelas y universidades? ¿recuperar el tiempo perdido?, ¿desde dónde retomaremos o recuperaremos?, ¿daremos por “pasado lo que vimos de manera on-line”?. Apurar el tranco y recuperar el tiempo perdido proponen algunos, dar por aprobado el semestre o el año señalan otros. Y mientras tanto, ¿qué estamos haciendo o deberíamos hacer las escuelas, directores y educadores? Pueda ser que entregando respuestas adaptativas, coherentes, efectivas, y equitativas a esta nueva realidad donde el poder estructurante del tiempo y el espacio que proporcionaba la escuela y el aula se ha disuelto. La forma de reaccionar a la Pandemia COVID-19 es parte de la respuesta a la pregunta acerca del fin(al) de la escuela y de lo que esta significa, pero no lo es todo. Requiere que reflexione, discuta y construya una nueva respuesta a esta antigua pregunta ¿cuál es el sentido de la escuela?

¡La Escuela ha muerto!

Era diciembre 2018, cuando en el Congreso Internacional de Innovación Educativa, el Instituto Tecnológico de Monterrey compartía un consenso surgido de su claustro académico: la educación del futuro (universidad, escuela) será muy distinta a la actual, pero no sabemos cómo será (Escamilla, 2019). En menos de 2 años el consenso se hizo realidad: El futuro se hizo presente y la educación actual es muy distinta a la de hace algunos meses. Está claro, entonces, que la escuela, esa que entró en el inicio de la pandemia, ha muerto y junto con ella, el aula y aquellos profesores. El problema es que muchos no se han enterado o prefieren no saber y seguir funcionando a la espera de que esto pase y que al volver a “la escuela” (lugar, espacio, entorno), se retome la “antigua y normal” vida. Pero no. Esa escuela que conocimos, no la volveremos a ver, a menos claro, que sea parte de un tour de museos.

El conocimiento está en todas partes, repartido y distribuido. La escuela que enseñaba, los profesores que transmitían conocimientos y “pasaban la materia” no podrán volver (si vuelven, condenarán a sus estudiantes de por vida). La escuela de origen industrial, como templo y monopolio del saber descansa en paz. Se acabaron las asignaturas. ¡Sí!, esos nichos, reductos, y trincheras donde agazapados, pero sin movernos un metro, nos permitía juzgar si los estudiantes eran dignos de aprobación, con suerte -si es que había tiempo y ganas- retroalimentar. El aula (sinónimo de clase) como espacio la declaramos en un acta de defunción. Si antes provocaba inquietud, temor salir de ella, o distanciarse de sus gruesos muros, en esta hora, el aula ordenada y orientada a una pizarra o telón es un lejano recuerdo. Comprobamos que el aula no es un espacio, sino una situación de aprendizaje, un momento donde se construyen experiencias memorables.

¡Viva la Escuela!

No es la materia, los contenidos ni las asignaturas el fin de la escuela, sino la formación ética e integral que propone. La pandemia nos muestra que la escuela más que un lugar físico es un espacio simbólico, donde se materializa la convivencia respetuosa entre los seres humanos, la búsqueda del sentido de la vida, la supervivencia de la tierra y de la especie, la co-construcción de ciudadanía, de las relaciones entre derechos y deberes, la responsabilidad por el nosotros colectivo, etc.

No solo ha muerto la escuela, ha muerto también el profesor de asignatura o de curso. Pero surge o nace uno nuevo, que transita del saber, al saber enseñar, hasta llegar al saber educar. Porque una cosa es saber historia, matemática, biología (propio de los historiadores, matemáticos y biólogos), otra diferente es enseñar historia, enseñar matemática, enseñar biología (propio de los profesores de historia, matemática y biología), pero otra cosa muy distinta es: educar con la historia, con la matemática, con la biología (J.M.Touriñan, 2016). ¿Cuál podría ser entonces su perfil? Un educador(a) constructor de ambientes de aprendizaje; diseñador de situaciones desafiantes (retos, problemas); articulador y negociador de acuerdos, mediador de conflictos; facilitador de experiencias (proyectos); formador en habilidades sociales; especialista en conversaciones expansivas, etc. Surge entonces una nueva profesionalidad e identidad docente (C. Day, 2006, 2018).

La escuela ha muerto, sí, esa que juraba y justificaba todo su quehacer encerrada sobre sí misma, pensando que los mejores estudiantes son los suyos a diferencia de las otras escuelas y estudiantes, sin contacto o relación entre ellos y que competía por demostrar(se) que era mejor que las otras escuelas o que tenía los estudiantes más vulnerables y que con esa población conseguía los resultados que podían situarla en algún ranking.

Pero ¡Ánimo! La Escuela sí importa (Bolívar y Murillo, 2017), porque ella es la unidad básica de cambio y transformación. (Bolívar, 2012). También porque el cambio es una necesidad (Sánchez, 2018) particularmente y sobre todo en esta hora y en las que seguirán. Esta escuela, que la denominamos “Abierta” para aprender y emprender los cambios y transformaciones que demanda la sociedad, tiene al menos las siguientes características:

  • Escuela orientada, abierta y constituida como comunidad de aprendizaje (Stoll y Louis, 2007) y donde los educadores son los primeros responsables de su propio desarrollo profesional (V. Robinson, 2008), se constituyen y trabajan en comunidades profesionales de aprendizaje (Lieberman y Miller, 2008; Gairín, 2015) y entienden que el éxito en el aprendizaje de los estudiantes no es fruto del trabajo individual, sino resultado de la eficacia colectiva (J. Hatie, 2015).
  • Escuela abierta que abre sus antiguas “salas” a diferentes integrantes de la comunidad interna (padres, madres y otros familiares) pero también a actores de la comunidad externa (profesionales, oficios diversos e instituciones) con los cuales desarrollar proyectos integrales de aprendizaje. Todos enseñan, todos aprenden.
  • Escuela abierta para conectarse con otras escuelas para construir redes de escuelas (Earl y Katz, 2007), de profesores, de estudiantes, donde compartir saberes, proyectos y experiencias de aprendizaje. La sinergia y colaboración es una práctica habitual y no una excepción.
  • Escuela abierta más allá de las escuelas (Bolivar, 2012), conectadas, integradas, incluidas en la comunidad, con empresas, organizaciones sociales, universidades, juntas de vecinos, etc. El más allá, no solo es local, es también global, es en definitiva glo-cal.

Esta naciente escuela, pasa:

  • De asignaturas para aprobar, a retos-problemas a resolver.
  • De un currículum fijo y establecido, a uno personalizado y flexible, materializado, qué duda cabe, en proyectos (inter y transdisciplinarios) a desarrollar.
  • De profesores de asignatura, a educadores actualizados y vinculados, creadores de ambientes y situaciones de aprendizaje, que a través de la resolución de problemas van desarrollando competencias.
  • De un aprendizaje compartimentado, a una experiencia memorable de aprendizaje integral.

Sin embargo, la disyuntiva o tensión de esta escuela será hacer congruente, compatible y urgente la respuesta educativa a la dimensión tecnológica en conjunto con la dimensión ética. En la primera, las urgencias por abordar la creación y diseño de entornos virtuales de aprendizaje, la inteligencia artificial, la realidad virtual y realidad mental junto con la analítica de datos y la data sience. La conectividad se convierte entonces en un derecho social (Piquer, 2020) que debe garantizar el Estado, y el uso de este derecho, una responsabilidad ineludible de la escuela. En la segunda, el convencimiento que si la escuela, los directores y profesores no intervienen en la reducción de las brechas sociales, contribuyen a mantenerlas y aumentarlas, en otras palabras, a reproducir la desigualdad. La justicia social, entonces, es un imperativo de la escuela y sus educadores, que se juega entre escuelas, al interior de las mismas y particularmente al interior de la “sala” de clases.

Este nuevo escenario genera una gran responsabilidad en directores y educadores, porque las diferencias sociales se agudizan y exacerban. La escuela no cambia la situación sanitaria o política del país, pero tiene el deber de garantizar la continuidad del aprendizaje para no agudizar en el futuro las diferencias y segregación. En esta realidad, la colaboración entre los líderes escolares es vital para: priorizar los objetivos curriculares, crear grupos de trabajo y comunidades profesionales de aprendizaje, diseñar y compartir escenarios, construir planificaciones y cronogramas flexibles, principios que garanticen la estrategia, identificar los medios disponibles (realistas) para proveer educación, conocer los roles, expectativas, competencias y salud de los profesores, fomentar la comunicación y colaboración entre los estudiantes, entre otros.

¡El rey ha muerto, larga vida al rey! Es parte de una tradición de las monarquías para honrar al rey fallecido, pero la manifestación de la continuidad de la misma con el nuevo monarca ascendido. Es en este escenario, donde anunciamos ¡El fin de la Escuela! ¡La Escuela ha muerto! Tal cual la hemos conocido hasta ahora. Larga vida a la escuela, esa que recién se asoma, heredera de la fallecida, pero completamente diferente. ¿La veremos? Ya está entre nosotros. Su estreno eso sí, será cuando volvamos a la presencialidad.


Bibliografía

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Carabaña, J (2016): El informe Coleman cincuenta años después, en Revista de la Asociación de Sociología de la Educación, RASE, Volumen 9, N°1. Universidad Complutense de Madrid.

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Gairín, J. (2015). Las comunidades de práctica profesional. Creación, desarrollo y evaluación. Madrid: Wolters Kluver.

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