DOS MIL AÑOS DE POESÍA

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Dos mil años de poesía

Comunicación elaborada por Rocío Arana Caballero y Ángela María Ramos Nieto, dirigida por Begoña López Bueno e incluida en las actas del Congreso Universitario  Internacional UNIV’2000.

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Las razones que los hombres tienen para escribir son muy diversas, fluctúan a lo largo de los siglos y frecuentemente no están claras, ni siquiera para los poetas más conscientes. Algunos nos cuentan que el yo libre y solitario escribe a fin de superar la mortalidad y con un único objetivo: enfrentarse a la grandeza, al Absoluto…

Nuestro destino es la vejez, la enfermedad, la muerte, el olvido…, pero nuestra esperanza común, impulsada por el anhelo de trascender los límites, apunta a diversas formas de supervivencia.

“La poesía busca formulaciones cuyos términos no pueden alterarse ni reemplazarse y que, por eso mismo, se resistan al olvido”1.

Francisco Rico explica detalladamente cómo el autor de un poema va creando una red de vínculos que se ajustan a un complejo proceso de reiteración y que se concreta en numerosos aspectos del poema: rima, patrones acentuales, recursos fónicos o ingredientes semánticos.

La reiteración equivale a una insistencia y, antes aún, es la fórmula para asegurar  perdurabilidad, fluidez, coherencia e identidad del poema. Pero además, la buena poesía también realza multitud de elementos que en la prosa y en el lenguaje diario aparecen sólo accidentalmente; de este modo consigue así transformar el lenguaje arbitrario en un lenguaje motivado. Aristóteles explica, por ejemplo, que el poeta llamará a la tarde “vejez del día” porque la vejez es a la vida como la tarde al día.

Como aclara Begoña López Bueno en su libro Templada lira2, “la historia de la literatura es la historia de los significantes”, porque la concreta organización de éstos produce una determinada significación, a partir de la cual el lector crea “un mundo de sentidos proyectados” que enriquece el potencial significativo del texto.

Pero la interpretación del lector va a estar siempre influida por su nivel de lectura y su bagaje cultural. Esto propiciará que  profundice más o menos en el texto y que haga énfasis en unos aspectos del mismo o que obvie otros. Desde la libertad que posee el lector, éste puede a veces malinterpretar dicho texto, desvirtuando su significado original, ya que resulta difícil conseguir “el ajuste entre los dos sistemas sincrónicos diferentes: el del autor y el del lector”.

En muchas ocasiones, un poema es leído a la luz de una tradición clásica, porque el lector entiende que esta tradición ha conseguido el preciso ajuste de todos los elementos del lenguaje para expresar una verdad que el paso de los años no impide seguir reconociendo como reveladora.

Por tanto, la tradición poética refluye sobre cada poema: el lector no solo cuenta con hallar en un texto poético ciertas convenciones y procedimientos singulares sino que, además, tiene la esperanza de descubrir las cualidades a que los grandes poemas le han acostumbrado.

En consecuencia, como afirma Harol Bloom en su libro El canon occidental, “un poema se ve necesariamente obligado a nacer a través de obras precursoras”. Porque “la tradición no es solo una entrega de testigo o un amable proceso de transmisión: es también una lucha entre el genio anterior y el actual aspirante, en la que el premio es la supervivencia literaria”.3

Por otra parte, al hilo de la reflexión que hace López Bueno,  nos resulta interesante destacar que el lector, desde su perspectiva anacrónica, tiende a ver la literatura como “reflejo”, “cuando en realidad es más bien agente: vehículo de ideologías, de sentimientos, denuncia para desmontar la oficialidad vigente, etc…”4

A lo largo de la historia de la literatura han venido barajándose distintas teorías o propuestas para dar cuenta del fenómeno de la creación poética. Platón defiende la figura del poeta-profeta y su capacidad innata para crear. Según el filósofo, el poeta es una especie de demiurgo y la creación, una especie de trance místico. Para Aristóteles, en cambio, el poeta no es más que un mero artífice que imita la realidad a través de la técnica.

En la Edad Media, los poetas se sentirán identificados con la teoría aristotélica e intentarán, por tanto, imitar o reflejar la naturaleza, dado que ella misma ya ha sido creada perfecta por Dios. La poesía se convierte en el espejo de un mundo teocéntrico. Buen ejemplo de ello son Los milagros de Nuestra Señora, de Berceo, que surgieron con el propósito de familiarizar a los laicos con las devociones y doctrinas religiosas en auge.

El Renacimiento supone un cambio en la mentalidad del poeta: ya comienza a reflexionar sobre la individualidad del acto creador. Pero, al mismo tiempo, también valorará la técnica y el aprendizaje, además sentirá la necesidad de conocer los textos clásicos latinos.

Uno de los poetas claves de esta época es Garcilaso de la Vega, que representa el prototipo del poeta laico y cosmopolita. Garcilaso aprovechó con creces su corta vida, legándonos la mejor obra lírica del siglo XVI. Encontró en Isabel de Freire la musa que precisaba todo cortesano hacedor de versos.

Si Garcilaso encarna el modelo del cortesano descrito por Castiglione, su amada representa el ideal femenino de aquella época. El tema del collige, virgo, rosas, original de Ausonio, encontró en manos de Garcilaso la mejor formulación renacentista. El poeta combina perfectamente la descripción de la dama, con la incitación al goce de la juventud y la sentenciosa enunciación del paso del tiempo:

Coged de vuestra alegra primavera

el dulce fruto, antes que el tiempo airado

cubra de nieve la hermosa cumbre. 

Marchitará la rosa el viento helado

todo lo mudará la edad ligera

por no hacer mudanza en su costumbre.

La tercera Égloga de Garcilaso ejemplifica muy bien la filiación de  éste con su tiempo, con las ideas clasicistas que imperan en la época que le tocó vivir. De hecho, toda esta Égloga no es más que un texto metapoético, en el que Garcilaso reflexiona sobre el arte haciéndose eco del tópico formulado por Horacio ut pintura poiesis.

La poesía debe describir como la pintura y eso hace el poeta al describirnos los tapices que bordan las cuatro ninfas salidas del Tajo. La naturaleza aporta las materias primas (oro y seda) para el arte, materias que deben ser trabajadas como un diamante en bruto.

Éste era otro tópico que expresaba el ideal renacentista: ars naturam adiuvans, es decir, la colaboración del arte con la naturaleza. Podríamos formularlo como si se tratase de una ecuación: la naturaleza y la técnica conforman el arte.

Ya desde Petrarca existe la idea de concebir una obra literaria que el mundo considere inmortal. Este concepto se desarrolla maravillosamente en los sonetos de Shakespeare. Así, uno de sus mejores biógrafos, el francés Edmon Gose, escribe sobre él:

El don que hace a Shakespeare único entre los poetas de la tierra y que explica la amplitud, la vivacidad y la coherencia sin par del vasto mundo de su imaginación es la cualidad que Coleridge denominó su “omnipresente presencia creadora, su aptitud para observarlo todo, para no olvidar nada, para combinar impresiones de una variedad compleja y definida y para saber darles forma y expresión.

Harold Bloom considera que Dante, al igual que Shakespeare, merece ocupar un lugar privilegiado dentro de la enorme saga de poetas que forman parte de la tradición occidental, debido a su agudeza cognitiva, energía lingüística y enorme poder de invención.

Situado cronológicamente en la segunda mitad del siglo XVI, San Juan de la Cruz representa la cumbre de la poesía mística española. Constituye, además, todo un ejemplo de síntesis entre la tradición literaria hispánica y los nuevos cauces de poesía procedentes de Italia.

El reformador carmelita se sirve para sus composiciones de metros tradicionales como el romance y de moldes garcilasianos como la lira. Dámaso Alonso, en su obra La poesía de San Juan de la Cruz, defiende la teoría secular, según terminología de Hatzfeld.

Basándose en la larga tradición española de “tratar a lo divino” temas profanos, el crítico y poeta estudia la estrecha deuda que la poesía de San Juan tiene con la de Garcilaso y con la lírica popular. Tópicos como “la caza de amor”, “la fuente” o el elemento pastoril tienen cabida en sus glosas. He aquí  una muestra:

Tras un amoroso lance

y no de esperanza falto,

volé tan alto, tan alto,

que di a la caza alcance.

 

Un pastorcico sólo está penando

ajeno de placer y de contento,

y en su pastora puesto el pensamiento,

y el pecho del amor muy lastimado.

 

Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

Según Dámaso Alonso, San Juan busca modelos profanos para expresar su experiencia mística porque ésta en sí misma es inefable, inexpresable y sólo puede pintarse a través de imágenes, muchas de las cuales pertenecen al amor profano y a Garcilaso. Pero hay una segunda razón, aún más importante, por la que San Juan no tiene reparo en hacerlo: la creación poética en sí no consistía una meta para él. La poesía no era un absoluto, sino un cauce para llegar al Absoluto, para expresar mínimamente lo inexpresable:

Entre todos los artistas en frenesí se adelanta sereno, imperturbable, un hombre que avanza recto, no burila, no le importa la perfección formal(…), no se detiene a coger una flor en su camino(…) Este hombre no es un artista, pero supera- aun en el arte que no se propuso-a esos grandes artistas.5

Digámoslo sin miedo: el arte, en sí mismo, no era nada, no significaba nada para él. Dios lo llenaba todo.6

Otro crítico y poeta moderno, Jorge Guillén, se detiene a reflexionar sobre la poesía de este místico. Según él, la poesía para San Juan:

No llegó a ser nunca la tarea eminente, sino algo superabundante surgido de una vida consagrada al afán religioso cuyo nombre pleno no es otro que el de santidad. A la cumbre más alta de la poesía española no asciende principalmente un artista, sino un santo.7

Por otra parte, si bien es verdad que aprovecha el caudal garcilasiano, el lenguaje poético de San Juan “realiza una auténtica depuración de la lírica iniciada por Garcilaso”, según Juan Luis Alborg, aunque San Juan no intensifica los cultismos o complica el lenguaje, sino que simplifica la estructura sintáctica y devuelve “a cada palabra, sencilla y clara, algo así como su pureza matinal”.8

Tras esta pincelada sobre san Juan, haremos un breve comentario sobre la figura de Lope de Vega. Quizá lo más destacado de su estilo literario fue su versatilidad. Se inspiró en todo tipo de temas sacados de la Biblia, las leyendas, el romancero, la mitología o la historia. Al respecto escribe López Estrada:

“Lope no pudo sentir la historia como erudición, para él todo era pasión, materia que podía fundir con su vida para convertirla en comedia”.9

El teatro de Lope representa una rebeldía contra las normas clásicas que imperaban durante el Renacimiento y aún en su época, en medios intelectuales. Lope se despreocupa de las reglas de la unidad, mezcla en una obra risas con lágrimas, nobles con criados, situaciones dramáticas con la figura del gracioso. Por todo ello, recibe encarnizadas críticas desde las cátedras aristotélicas  y a todas ellas responde con un poema escrito en endecasílabos, que se publicó en 1609 con el título de Arte nuevo de hacer comedias. En esta obra expone su propia poética:

Lo trágico y lo cómico mezclado

y Terencio con Séneca, aunque sea

como otro minotauro de Pasifae

harán grave una parte, otra ridícula,

que aquesta variedad deleita mucho.

Buen ejemplo nos da naturaleza

Que por tal variedad tiene belleza.

 

Son de gran importancia los dos últimos versos, porque nos dan la clave del pensar y sentir de Lope. Éste, a su vez, recoge la idea del poeta italiano Serafino Aemilino, que escribió este verso: Per molto variar natura è bella”.

Con frecuencia se sitúa a Lope enfrentado a la teoría aristotélica de la mímesis y es cierto que se rebela contra las normas clásicas; pero, ¿en qué consiste imitar a la naturaleza? ¿Acaso ésta observa la regla de las tres unidades? ¿Acaso separa lo trágico de lo cómico?

Adelantándose a su tiempo, Lope de Vega tiene una visión romántica de la naturaleza, una naturaleza que es bella a pesar de sus contrastes, o mejor dicho, que es bella porque es variada. La naturaleza clásica de ríos cristalinos y espesura fresca, inmóvil, no es más que un tópico y una idealización.

Y es que Lope tiene una visión de la naturaleza como un todo heterogéneo, porque el propio hombre barroco lo es: es un hombre aprisionado eternamente entre dos mundos, una antinomia viviente, una paradoja hecha carne. El hombre barroco vive acuciado por el amor a la belleza y la pasión por lo grotesco, entre la atracción por el pecado y una religiosidad extrema. Como escribe García Morejón, en esta época el hombre es un “animal religioso”.10

En cuanto a animal, está lleno de vida, de instintos, de movimiento y, como religioso, su mirada apunta a la única verdad que perdura, a lo alto…Ya lo dijo el mismo Lope de Vega: “loco debo ser, pues no soy santo”.

Quevedo, testigo excepcional del momento barroco, reacciona en su obra como hombre de su época y presenta mejor que cualquier otro su complejidad y diversidad. En él se hayan representados los sentimientos más contradictorios del ser humano que, por su profundidad psicológica, pueden hacerse extensibles a los hombres de todas las épocas.

De ahí su modernidad y el valor universal de sus expresiones, que reflejan el alma de un ser atormentado consigo mismo y con cuanto lo rodea. La poesía amorosa de Quevedo representa un modo de trascender la realidad. Paradójicamente, Quevedo, con su insistente antifeminismo, con sus burlas crueles contra la mujer, es uno de nuestros máximos poetas amorosos. Más aún: el mayor de todos lo proclama Dámaso Alonso. El poema  Amor constante más allá de la muerte es el mejor resumen del sentimiento amoroso quevediano:

Cerrar podrá mis ojos la postrera

sombra que me llevare el blanco día,

y podrá desatar esta alma mía

hora su afán ansioso lisonjera;

 

mas no, desotra parte, en la ribera,

dejará la memoria, en donde ardía:

nadar sabe mi llama el agua fría,

y perder el respeto a ley severa.

 

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,

venas que humor a tanto fuego han dado,

médulas que han gloriosamente ardido,

serán ceniza, más tendrá sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado.

Las tornas cambian de nuevo durante el siglo XVIII, el siglo de la razón, de las luces, del afrancesamiento, del enciclopedismo y de la subordinación a las normas aristotélicas. Los valores supremos son la razón, la verosimilitud y el equilibrio.

Sin embargo, ya en la segunda mitad de este siglo aparecen manifestaciones de sensibilidad que se apartan de los cánones neoclásicos. Estas tendencias preludian ya el Romanticismo. Especial trascendencia tuvo dentro de estas manifestaciones el movimiento alemán Sturm und Drang.

Se revaloriza el sentimiento y se crea una literatura confesionalista que, por otra parte, sigue siendo mímesis o imitación del interior del poeta. Esta sensibilidad continúa enla primera mitad del siglo XIX, ya en pleno Romanticismo. F. Bouterwek, autor de una Historia de la poesía y de la elocuencia  desde el fin del siglo XVIII (1805), considera como autores románticos a Tasso, Ariosto, Shakespeare, Cervantes y Calderón de la Barca, es decir, autores inscritos en una tradición literaria diferente de la neoclásica. Schlegel también incluye en este canon a Dante, el genial autor de la Divina comedia.

En el año 1818 Sthendal declaró:

Soy un romántico furioso, es decir, estoy por Shakespeare contra Racine y por Lord Byron contra Boileau”.11

Los ingredientes del sentir romántico son éstos: reacción de protesta contra la etapa anterior y evidentemente contra la literatura neoclásica; domino del corazón sobre la razón, rebeldía y búsqueda de libertad, una desazón melancólica que lleva al romántico a sentirse maldito, a hermanarse con Satán y a admirar a los tipos marginados, como el bandido y el pirata. Y, cómo no, el concepto de “genio creador”.

La concepción romántica del yo y el universo está influida por el filósofo alemán Fichte. Para éste, el Yo constituye la realidad primordial y la fuente absoluta de todo saber. Para los románticos, el espíritu humano constituye una entidad humana dotada de actividad y que tiende al infinito.

El romántico español por antonomasia es Gustavo Adolfo Bécquer, el genial creador de Rimas y Leyendas. Aunque para una parte de la crítica su poesía no reúne todas las características que se aprecian dentro de este movimiento, él encarna en sí mismo el ideal de hombre romántico: enfermizo, promiscuo, cargado de necesidades económicas, enamorado de una ilusión más que de una mujer concreta, casado por despecho y, evidentemente, plagado de problemas matrimoniales…

En la segunda de sus Cartas literarias a una mujer concentra su teoría poética, tratando de otra manera lo que ya había dicho de forma magistral en tan solo tres versos:

¿Qué es poesía?

¿Y tú me lo preguntas?

Poesía…eres tú.

Al hilo de lo expuesto, podemos intuir el concepto que Bécquer tiene del poeta mediante sus propias palabras, incluidas en la Carta II:

“Todo el mundo siente. Solo a algunos seres les es dado guardar, como un tesoro, la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que éstos son los poetas. Es más, creo que únicamente por esto lo son”.

Andando el tiempo, dentro del  canon occidental, de este canon poético que van forjando los siglos y depura la historia, también habrá un lugar destacado para Whitman. El atractivo de éste reside en que enseñó a ver y a nombrar lo que no había sido visto o nombrado anteriormente. Así lo reconoce el propio Neruda:

“En Europa se ha pintado todo, se ha cantado todo, pero no en América. En ese sentido Whitman fue un gran maestro. (…) Nos enseñó a ver las cosas. Fue nuestro poeta”. 12

Whitman destacó por su originalidad. La medianoche se convierte para él en un momento de epifanía y al entrar en la noche encarna, de manera consciente, al Jesús norteamericano:

En vano me atravesaron las manos con clavos

recuerdo mi crucifixión y mi sangrienta coronación

recuerdo a los que se burlaban y los insultos

abofeteándome

el sepulcro y la sábana blanca me han delatado

estoy vivo en Nueva York y San Francisco

de nuevo recorro las calles después de dos mil años.

El Jesús de la religión norteamericana no es el hombre crucificado ni el Dios de la ascensión, sino el hombre resucitado que pasa cuarenta días con sus discípulos. En su poema Los durmientes adopta la actitud visionaria de un profeta hebreo:

Yo vago toda la noche en mi visión

andando con pasos leves, caminando deprisa y

parándome sin ruido,

inclinándome, con los ojos abiertos, sobre los ojos

cerrados de los durmientes.

Comenzamos a leer a Whitman adecuadamente cuando vemos en él un retorno a los tiempos de la antigua Escitia, a los extraños curanderos demoníacos que se sabían poseedores o poseídos por un yo mágico u oculto. Por eso es el poeta de la religión norteamericana de estos tiempos. Incluso puede decirse que existe una estrecha relación entre él y San Juan de la Cruz. En uno de los poemas más famosos del americano, el alma o su naturaleza desconocida abre las puertas para que la muerte abrace al yo real. El modelo de ambos, es bien sabido, remite al Cantar de los Cantares de Salomón.

Uno de los más directos herederos poéticos de Whitman es el chileno Neruda.

Neruda es un poeta romántico, que pone toda su ambición en provocar y reproducir en sus versos la marcha impetuosa de su sentir”.13

Ambos se dirigen a las multitudes, aunque las metáforas de Neruda mezclan al Quevedo del Barroco con el Surrealismo. El ritmo poético del chileno no es otra cosa, según Amado Alonso, que “los pasos con que se ordenan linealmente las intuiciones que dan salida y forma al sentimiento”.14 Pero “la poesía nunca es mero sentimiento”; incluso la visión del mundo de un autor-insiste Alonso desde la estilística- es también una “creación poética”.

Y en esa línea puede decirse que sentimiento, pensamiento y fantasía tienen dentro del poema su propia historia. Carlos Drumond de Andrade, en uno de sus más bellos poemas sobre la esencia y el origen de la poesía, advierte que ésta no debe ser buscada en los acontecimientos o incidentes personales, ni en el gozo o dolor realmente sentidos. La confesión inmediata de los sentimientos aún no es poesía:

No escribas versos sobre acontecimientos.

No hay creación ni muerte para la poesía.

La vida es para ella un sol estático.

No calienta, ni alumbra.

Las afinidades, los aniversarios, los incidentes personales no cuentan.

No hagas poesía con el cuerpo.

Ese cuerpo excelente, completo y confortable, tan hostil a la efusión lírica.

Tu gota de bilis, tu careta de gozo o de dolor en lo oscuro son indiferentes.

Ni me revelan tus sentimientos, que se prevalen de equívocos e intentan el largo viaje.

Lo que piensas y sientes aún no es poesía.15

La poesía mora en el reino de las palabras-“allí están los poemas que esperan ser escritos”-y allí tendrá que buscarla el poeta, sabiendo que su poema es una creación, un acto intencional, no una confesión. Rara vez un poeta, en cualquier literatura, tuvo tan lúcida conciencia de la ficción poética como Fernando Pessoa. Ante la idea romántica del poeta confesionalista, que confiesa sus vivencias en su poesía, Pessoa fue acusado de insincero. Pero él sabía que la sinceridad de corazón, la sinceridad psicológica, carece de valor en el plano de la creación poética:

El poeta es fingidor.

Finge tan completamente

que llega a fingir dolor

cuando de veras lo siente.

El dolor fingido, el dolor que figura en el poema, aunque se base en un dolor real, no se identifica con él. La autenticidad de la poesía no se subordina a la sinceridad del corazón, ni el poeta como creador a los incidentes personales y sentimientos que se producen en él en cuanto hombre.

Para concluir, queremos hacer hincapié en el carácter liberador que encierra la poesía. Porque hay nociones y experiencias que solo a través de la poesía pueden evocarse, y hay licencias que solo los poetas pueden permitirse. Únicamente el poeta tiene el poder de deformar la sintaxis de una lengua y que ésta deformación resulte bella. Según González Iglesias, la diferencia entre poesía y lenguaje común está en que “el poeta convierte la palabra en una aventura absoluta”.16

Jakobson creía que la poesía era un uso del lenguaje, pero Dámaso Alonso da la vuelta a esta opinión y afirma que la poesía es el lenguaje en su plenitud. A este respecto escribe González Iglesias que “en ella el poeta no representa a nadie. Dice. Su felicidad, su miedo, su ternura son los nuestros. Su voz es la nuestra. Por eso es un emblema de humanidad. Por eso escribir poesía o leerla o escucharla constituye una de las mejores maneras de ser humano”.17

La palabra hace al hombre y la palabra hace libre al hombre. Quizás con esta idea en la mente escribiría el poeta Antonio Gamoneda estos versos:

Algo más puro aún

que el amor debe

aquí ser cantado.

Ese orden invisible

es

la libertad.18


1 Rico, Francisco. 1000 años de poesía española. Barcelona, Planeta, 1999.

2 Cfr. López Bueno, Begoña. Templada lira. Cinco estudios sobre la poesía del Siglo de Oro. Granada, ed. Don Quijote, 1990.

3 Cfr. Bloom,Harold. El canon occidental. Barcelona, Arco-Libros, 1995.

López Bueno, Begoña. Templada Lira.

5 Alonso, Dámaso. Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos. Madrid, Gredos, 1962.

6 Ibidem.

7 Guillén, Jorge. San Juan de la Cruz o lo inefable místico, en Lenguaje y poesía. Madrid, Ed. Española. 1962

8 Alborg, Juam Luis. Historia de la literatura española. Madrid, Gredos, 1970.

9 López Estrada, Francisco. “La arcadia de Lope en la escena de Tirso”, en el Número extraordinario de la revista “Estudios” dedicado a Tirso de Molina, Madrid, 1949.

10 García Morejón, Julio. Coordenadas de lo barroco. Paulo, Facultade de Filosofía, Ciências e Letras.

11 Sthendal. Correspondece. París, Divan. 1934

12 Cfr. Bloom, Harold. El canon occidental. op.cit.

13 Caballero, María. Letra en el tiempo. Sevilla, Kronos-Universidad, 1998.

14 Alonso, Amado. Poesía y estilo de Pablo Neruda. Buenos Aires, Sudamericana.

15 Citado por Aguiar e Silva. Teoría de la Literatura.Madrid, Gredos.

16 González Iglesias, J. A. “Poesía en palacio. XI velada”. Tomado de la revista Noticias de la real biblioteca, Madrid, julio-septiembre, 1999

17 Ibidem.

18 Ibidem.

 

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