Algo está cambiando
Hace no mucho discutíamos en uno de los órganos colegiados de mi centro los objetivos que nos planteamos para el presente curso escolar. En forma de torbellino de ideas, brotaban temas como la importancia de los ODS, la acción climática, la violencia de género, la nutrición, la desigualdad social… asuntos que preocupan a la ciudadanía y que ocupan la primera línea de actuación de los líderes nacionales e internacionales (de casi todos).
Al final, de una de esas reuniones de coordinación, se me acercó un compañero al que le queda muy poco para jubilarse y me dijo con total honestidad: «Yo ya no valgo para esto». Esas palabras me hicieron pensar en que algo, realmente, está cambiando, y que, tal vez, el ejercicio de la docencia esté viviendo, como la sociedad en todas sus esferas, la más radical de sus transformaciones.
Ahora que estamos cada vez más cerca de ese horizonte del 2030, que las Naciones Unidas se marcaron como límite para cumplir con una serie de objetivos de emergencia para evitar un irremediable deterioro de nuestra calidad de vida, parece que el cambio está, definitivamente, produciéndose. Hace unas décadas no hubiésemos pensado que una joven de solo 16 años sería capaz de erigirse como líder mundial para remover conciencias y para pasar por encima de las políticas vacías de muchos de los principales líderes de los países más poderosos del planeta.
Suena a distopía –pero no lo es– el nuevo discurso que retumba en nuestros oídos, y que habla de destrucción de nuestro hábitat, de perpetuación de las injusticias y de brechas sociales cada vez mayores. La ciudadanía ya no es inocente, nuestra juventud es profundamente más crítica y, cada vez más, consciente ante los engaños; algunos lo llaman era de la «posverdad», pero yo prefiero, simplemente, llamarlo «abrir los ojos».
Verdades que se tambalean
En este nuevo escenario, las personas que ejercemos la profesión de la docencia ya no somos poseedores de la verdad absoluta; los canales y fuentes de información se multiplican de forma exponencial y el carisma del liderazgo que pudiera dar antaño la sabiduría se tambalea hacia nuevas influencias mesiánicas que multiplican los discursos, muchas veces contribuyendo también a un progresivo proceso de desinformación. Un buen docente ahora no es el que acumule más cantidad de conocimientos, ni siquiera el que mejor sepa transmitirlos; la posesión de la verdad, del saber, ya no garantiza que seamos útiles en los nuevos escenarios en los que nos movemos: ahora se exige algo más.
El ejercicio de la docencia en esta sociedad convulsa tiene que llevar consigo sobre todo compromiso ético e, incluso, me atrevería decir que político, ya que la política, más que nunca, lo impregna todo. Aunque pareciera que ahora todo es más fácil y que bastaría con indicarle al estudiante dónde y cómo tiene que buscar y procesar la información, no lo es.
Nuestra profesión sigue dirigida por los poderes fácticos de los constructores de unas leyes que atienden a los vaivenes partidistas de una democracia que, por momentos, pierde credibilidad; no son unánimes nuestros dirigentes a la hora de conformar unos marcos legislativos y unos currículos marcados por ese compromiso ético, y sigue imperando una visión academicista, burocratizada y mercantilista de los procesos de enseñanza y aprendizaje.
Hemos aceptado sin más, con el fin de diluir el discurso del exceso de contenidos, el llamado enfoque competencial, sin que se nos dé la oportunidad de valorar de manera consensuada si lo que nos interesa realmente es formar a ciudadanos y ciudadanas más competentes, o, en cambio, moldear a una juventud cada vez más comprometida con el mundo que nos ha tocado vivir.
Clamor social
Pero mientras muchos seguimos recibiendo lecciones de una ciudadanía que ya no permanece inerte ante los engaños, de manera paralela también nace una nueva forma de entender la docencia que es la que me hace pensar en que aquel compañero que decía «yo ya no valgo para esto» encierra en sus palabras una idea tremendamente esclarecedora: el ejercicio de la docencia en el momento en el que estamos necesita de una fuerte transformación que debe transcurrir de forma paralela al clamor social que resuena ante la destrucción del planeta o ante la continua violación de derechos humanos.
Bravo, en definitiva, por ese compañero que se sinceró conmigo para decirme que es tiempo de ceder nuestro espacio a otras y otros. Bravo por esa juventud que imparte clases todos los días al mundo adulto a través de manifestaciones y movimientos de magnitud internacional. Bravo por esas familias que siguen yendo a la escuela a participar para demostrarnos que así es como se hace escuela. Y bravo por esos docentes por el futuro que luchan desde el compromiso ético por influir en la vida de los demás hasta provocar, por derrumbamiento, el cambio necesario.