El otro día leía una frase de Rosa Jové en un blog conocido: “Quiéreme cuando menos lo merezca, porque es cuando más lo necesito”, decía, y me hacía recordar a algunos de mis alumnos de este curso pasado.
Hacía balance de este año en el que por primera vez hemos formalizado el proceso de transformación en un centro bilingüe, clasificación que ya sería en sí misma discutible, pero, que es un hecho, hay un cartelito que lo proclama en la puerta del instituto. Al pertenecer a este programa se supone que he tenido a los “mejores” alumnos, denominación de origen que he aprendido a aborrecer profundamente durante estos meses, dicho sea de paso.
¿Qué es un alumno/a bueno? Me pregunto y me contesto: Aquel sumiso, que hace siempre las tareas, aquel que responde, que observa, motivado, con pensamiento crítico… pero ¿cuántos alumnos de este tipo encontramos en la realidad de las clases? ¿Uno, dos por aula con suerte? y ¿qué reto hay en enseñar al que quiere aprender? Es más, a ese estudiante hay que llevarlo al lado oscuro, a enseñarlo a des-aprender, en palabras de Enric Corberá. ¿Qué pasa con los alumnos menos buenos?
Curiosamente, me sorprendí en el segundo trimestre anhelando a mis niñas de apoyo, porque recordaba su mirada de felicidad casi bovina cuando conseguían hacer una nimiedad y les quedaba algo “bonito” sólo apretando un botón del teléfono, y el arrebol de sus caras reflejando el orgullo del “lo he hecho yo sola”, aunque no fuera del todo cierto: el orgullo de descubrir y aprender.
Y, debo ser algo masoquista, he disfrutado mucho con el grupo que se supone que era peor, el que daba más guerra, el que hablaba más, el que llevaba peores notas, el que, supuestamente, tenía también peor nivel de inglés. Pero bullían, se reían, eran unos guerrilleros, sí, pero ¡estaban tan vivos!… Con esto no quiero elevarme a ningún altar, ni evidenciar que no disfruto con alumnado de comportamiento ejemplar, obviamente, sólo comento sensaciones que me lleven al tema que me ocupa.
Y el tema es el fracaso. Porque un docente siente así estos desencuentros… Sí, mi gran fracaso ha sido con el curso “bueno”. Mi gran fracaso se llama Marta, una niña, sin ningún problema cognitivo, sin ningún problema sustancial que pudiera hacer que no pudiera responder a las propuestas que todos llevaban a cabo en el aula o fuera de ella. «Quiéreme cuando menos lo merezca, porque es cuando más lo necesito” ha sido mi mantra con ella durante este último trimestre, pero no ha sido suficiente. Curiosamente, se decantó por no entregar ninguna actividad en la que usáramos las TIC. Una vez más, derrocando el mito de los nativos digitales.
Probé todos los métodos que se me ocurrieron: hablé con la tutora para esclarecer posibles problemas, hablé con la alumna para dilucidar si necesitaba algo o la podía ayudar de algún modo, con su padre, “Quiéreme cuando menos lo merezca, porque es cuando más lo necesito”, pero no he logrado llegar a ella.
Marta, ¡veeenga!, entrégame lo que te falta, le dije entre bromas, Marta, ¡veeenga!, ya con tono conminatorio, Marta, broncas, a Marta la traté con toda la dulzura de que soy capaz, a Marta le envié correos animosos, usé con ella la ironía, traté de empoderarla en clase… Nada. Puse a su disposición mis recreos, mi ordenador, mi teléfono móvil, mis horas libres por la tarde. “Quiéreme cuando menos lo merezca, porque es cuando más lo necesito”. Nada.
La chica decidió, y fue una cuestión volitiva, que no entregaba una serie de ejercicios porque no quería, sospecho que para llamar la atención de algún modo que no llego a discernir, y, al final, tuve que suspenderla, porque no hubiera sido justo aprobarla sin entregar los trabajos como habían hecho con mayor o menor fortuna, el resto de los compañeros.
¿Cuántas veces no volvemos la mirada ante lo que se nos antojan dificultades, en lugar de mirar desde otro punto de vista para descubrir la solución, para dar con el quid de la cuestión?
¿Cuántas veces no nos acercamos al estudiante sino desde nuestro pedestal de supuesta autoridad, concedida inclusive por la ley? ¿Cuántas veces dejamos caer a un alumno que no se somete a nuestros feroces escrutinios, a nuestros requerimientos, por supuesto siempre acertados, cabales y ajustados a la legislación vigente, por absurda que esta sea ,y, por supuesto y siempre que sea factible, a la innovación educativa más absoluta… ? ¿Cuántas veces dejamos a nuestro paso a los alumnos, como si fuesen juguetes rotos, aún a nuestro pesar?
Porque los profesores, no lo olvidemos, tenemos el inmenso poder que nos otorga esa retahíla de numeritos que llamamos notas. Quizá la sociedad no nos valore tanto como quisiéramos, pero tenemos el poder de pulsar un botoncito y poner 3 ó 5 y alcanzar el éxtasis que nos da el poder de aprobar a esa sociedad, en la cabeza de turco de sus hijos, y permitirle el acceso a otro curso o hundirlos en la miseria del mes de Septiembre.
¿Cuántas veces no nos dejamos llevar por la inercia del sistema, por nuestra íntima y tranquilizadora conexión con el sistema, perversa Mátrix que nos retiene, a veces por nuestra voluntad y a veces no, y a la que seguimos el juego por mor de ser normales, de no salirnos del tiesto, y juzgamos y condenamos con alegría?, que para eso están las evaluaciones, gozoso anticipo de las vacaciones que vienen a continuación.
¿Cuántas veces buscamos transformar a nuestros alumnos en lo que estimamos sería preciso, sin atender a su realidad, sin percatarnos de sus verdaderas necesidades, sin dilucidar lo que hay en sus vidas, en su tiempo libre, en sus mentes y en sus corazoncillos?
Muchas veces no nos preocupamos, o no lo suficiente, de nuestros adolescentes, de cómo piensan, de sus dudas e inseguridades, de sus anhelos y gustos para acercarnos así al cómo aprenden y al cómo sienten. Cuántas veces optamos por silenciarlos, y volvernos hacia otro lado, y dejar en la cuneta, para Septiembre, o para el curso próximo, a esos juguetes rotos del sistema, sólo porque no quisimos, no pudimos, no supimos adaptarnos. Porque no supimos ser unicornios, y nos quedamos pensando en el país de las maravillas.