ASÍN ANDABA YO SIEGO POR LA VIDA

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Empecé sumido en la contracultura. Mal comienzo. Divertido pero poco prometedor. España se abría como un capullo y todo el mundo soñaba su paraíso. Había que «enseñar deleitando». Alumnos y padres empezaban a entender de derechos, ciencia en la que pronto se hicieron doctores, pero las obligaciones no estaban de moda.

En España comenzaba «La gran belleza». La escuela empezó a asumirlo todo. Horarios fragmentados, mucha e incierta materia, recuperaciones, asistencia al fracaso, evaluación continua, memorias de final de curso, programaciones, reuniones para todo… Constantemente aparecían lagunas sociales que «incumbían» a la escuela: Consumo, Civismo, Educación Vial, Sexualidad. Después vino la Informática, que al principio daba más problemas que soluciones. Más o menos, los años 80.

Y aquí viene el sentido del título. Lógicamente los problemas vienen antes que las soluciones. Y nosotros «andábamos asín, siegos por la vida». Como Makoki, el del cómic undergrund. Improvisaciones no faltaron. El soldado ve el frente, nunca la guerra, pero se gana sobreviviendo. Más o menos se sobrevivió. Pero como este es un artículo retrospectivo, nos interesa saber por qué «andábamos asín«.

Makoki

Primero estaba la formación

Los de magisterio con pedagogía y poca materia. Los licenciados con materia pero poca pedagogía. Fue una pasada la gente que se licenció en los 70. Pocos mercados laborales podrían asumir tanto «letrado». Y el español no era uno de esos.  Pero estaba la enseñanza de niños que «la podía hacer cualquiera». Los más doctos ganaban plaza en un instituto, donde los alumnos empezaban con 15 años y se peroraba a placer (con permiso de los adolescentes). A finales de los 80 la cantidad de bachilleres empezaba a abrumar. Una catedrática de historia, recuerdo, pretendía que en primaria explicáramos «las Guerras Médicas» para que ella pudiera extenderse cómodamente en el estilo de vida de los griegos en 1º de BUP. Lentes deformadas. Al tercer año me decidí a hacer el CAP (Curso de Adaptación Pedagógica) por ver si podía pasar al instituto donde se vivía tan bien. Mi tutor pedagógico entendió que mi situación era especial y me perdonó algunos trabajos. Yo descubrí en una clase suya a la que asistí, que aún podría darle algunos consejos (recuerdo que disertó una hora a oscuras sobre dos diapositivas en medio del jolgorio general). Justicia sea hecha, esforzados profesores de bachiller buscaban inspiración pedagógica en el extranjero. Reinaba por entonces el proyecto (made in England) de historia 13-16 que entonces despertaba entusiasmo y hoy hace sonreir un poco.

En los 90 la LOGSE destrozó todos los esquemas. Y la crisis del 93 destrozó la LOGSE. En los institutos se empezó a sufrir. Y en el río revuelto ganaron algunos pescadores. De todas formas duró bastante un plan de formación permanente del profesorado (en Cataluña sé que se organizaba por zonas municipales) que fue prácticamente absorbido por la informática en auge. Gracias a él muchos profesores aprendieron a usar los cacharros o a no dejarse intimidar. Después vino «el esfuerzo» (o debería decir el PP). Afortunadamente estoy convencido de que una ley no altera significativamente la práctica de los profesores y juraría que los currículos de doña Esperanza y de doña Del Castillo acabaron aplastando a muy pocos. Después volvió el partido turnante y desde entonces no me parece que haya pasado nada significativo. Al menos hasta que se acaben de concretar las amenazas presentes del ministro sociólogo (y me pregunto qué sociedad habrá estudiado).

También estaba la didáctica

En matemáticas se salía de la alucinación de los conjuntos y había que volver a las restas y multiplicaciones de toda la vida. En ciencias sociales (sólo geografía e historia) el mundo se estiraba y se encongía en una especie de oscilación cuántica. La memorización entraba en descrédito (las provincias, los países y sus capitales) pero aparecían los «contenidos» autonómicos. E historias sobre historias mientras nadie tenía muy claro como había que enseñar una historia a la que los jóvenes teleabducidos parecían ajenos. Y en lengua las faltas irrumpían como plagas de mosquitos. Mosquitos rojos contra mosquitos negros o azules. Y la ortografía se ahogaba en medio de las lecturas obligadas, el texto libre, la gramática generativa, los modelos de comunicación y tipologías textuales. Y pese a todo, profesores y alumnos no acababan de encontrar el punto justo de su comunicación.

No olvidemos tampoco el atolondramiento

Fue una época en que subió al magisterio toda una generación. Estaba  la escuela tradicional pero saltó al escenario la escuela activa con los Piaget, Freinet y Montessoris hurtados por dictaduras y dictablandas. Y los jóvenes (siegos, ya se sabe) lo probábamos todo, aunque al final sólo quedara un mejunje del que a pesar de todo, los jóvenes salían a flote. Y la mayor de las contradicciones es que los experimentos presuntamente activos sólo eran puntas de lanza o olas en medio de un mar de conservadurismo. Quiero decir que, al final, uno se aparta poco de enseñar como le enseñaron. En la incertidumbre y la tormenta uno tiende a volver a puerto. Lo que me indica que tarde o temprano un régimen de «transmisión», que aún gobierna precariamente, deberá ser sustituïdo por un régimen de «construcción» que aún está experimentando su instrumental y sus conceptos. Un régimen que posiblemente tenga avanzadas en países y centros pero que aún no reina en el planeta.

Makoki

Ahora vamos menos siegos. Tenemos miradas nuevas, más amplias y más informadas. Tenemos a Gardner y Goleman, a Damasio y a Pinker, a Bruner y Ausubel, a Stenhouse y a Egan… y a muchos otros. Además profesores y padres nos hemos dado cuenta que hemos de ser más maestros y menos coleguis. Es el momento de generar un panorama claro y científico. En que la sociedad hable a los jóvenes. En que los maestros se doten de un instrumental “constructor”, no simplemente “transmisor”. En que los jóvenes se acostumbren al derecho de que el mundo se les explique y al deber de atender al mundo.

Es el momento de construir un modelo consistente (que no uniforme), de manera que al verlo todos pensemos: ése es el camino.

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