«No se puede dar la mano
y sellar la paz con el puño cerrado»
Indira Gandhi, Ex Primera Ministra de la India
En el año 2001, se estudió la intimidación escolar que sufrían unos 5.000 niños y niñas de centros de primaria británicos y alemanes. En ambos países el tipo de acoso que sufrían las victimas era idéntico, destacando a menudo como mayores acosadores los chicos que las chicas.
Se destacó que la mayoría de los «bravucones» eran verdugos en diversas circunstancias y víctimas en otras. Con los chicos de su edad o con los de edades inferiores, los acosadores ejercían la intimidación verbal y física permanente, pero en las interacciones con chicos de cursos superiores se mostraban sumisos a la humillación. La mayoría de las agresiones se produjeron por orden de mayor a menor proporción: en el patio, el aula y los pasillos de tránsito (Wolke et al., 2001).
Desde entonces y hasta el día de hoy, el fenómeno no ha hecho más que crecer. Para algunos psicólogos, los procesos vicariantes directos sirven de referencia conductual a los niños, esto se observa con cierta claridad en los porcentajes de probabilidad de ser agresivo un adolescente si sus padres lo fueron con él.
Sin embargo, es importante que no caigamos en el error de considerar exclusivamente al entorno como el responsable de las conductas beligerantes o rendirse al determinismo genético como explicación general (e.g. leer ensayo sobre «naturaleza vs crianza» en Sapolsky, 2006). Difícilmente, vamos a encontrar un adulto que sin mediar motivo aparente y siendo a lo largo de todo su desarrollo evolutivo un ser equilibrado, pacífico y calmado, pase de manera fulminante y sin previo aviso a ser un violento maltratador o un psicopático asesino en serie.
LA AGRESIVIDAD, UN CONGLOMERADO
La agresividad es un conglomerado de factores genéticos, anatómicos, biológicos, sociales, de género… sintonizados por el entorno y el diferencial éxitos vs fracasos. Es cierto que algunos estudios recientes han señalado que la conjunción de algunos factores (i.e.: baja producción de cortisol, alta exposición fetal a la testosterona, dominancia social, baja empatía afectiva y experiencias previas de abusos) incrementan la probabilidad de que se presenten perfiles psicopáticos, pero aún en estos casos observamos la presencia de alguno de ellos en edades prenatales o tempranas (ver Yildrim y Derksen, 2012 para una revisión).
Algunas de las emociones básicas que nos definen como seres humanos están asociadas al diferencial éxitos vs fracasos (ya hablamos sobre ello en INED21) y a los reforzadores o castigos que los acompañan. Edmund Rolls (2005) dibujó unos cuadrantes cartesianos bien definidos, donde en el eje vertical introdujo la presentación de premios o castigos y en el eje horizontal su omisión.
Cuando una conducta determinada es reforzada (sabor dulce, expresiones sonrientes, atención y/o cuidado parental, juego…) las emociones que se relacionan con ella son placer, alegría, éxtasis… Cuando una conducta es castigada (Sabor amargo, vocalizaciones agresivas, expresiones faciales de enfado, dolor…) las emociones percibidas serán de aprensión, miedo e incluso, en casos extremos, terror.
Indudablemente, no sólo la contingencia del reforzador o el castigo modulará las emociones, también la intensidad con que ambos se presenten. Otra cuestión a tener en cuenta es si el reforzador disponible no es alcanzado (omisión del reforzador apetitivo). En este supuesto, las emociones que se percibirán serán de tristeza, frustración y angustia; y llegado el caso, ira y rabia.
REFORZAR CONDUCTAS ADECUADAS
Desde entonces y hasta el día de hoy, el fenómeno no ha hecho más que crecer.
Es curioso, pero padres y educadores damos poca (o ninguna) importancia a reforzar las conductas adecuadas, y nos centrarnos en inhibir las inadecuadas. En muchos casos, padres y educadores consideran que un niño que no soluciona los conflictos mediante la agresión o la violencia no requiere ser reforzado porque es «lo que debe hacer». En realidad, dedicar unos segundos a reconocer abiertamente su excelente conducta sería la forma más correcta de potenciar que se repitiera y se extendiera a aquellos que lo rodean. Como señala Rolls, las experiencias previas, las metas de logro o el nivel de frustración que haya soportado el niño juegan también un papel determinante para que afloren respuestas agresivas de ira o rabia hacia ellos mismos o hacia terceros y, como acabamos de señalar, no reforzar la resolución de problemas mediante conductas no beligerantes es una vía directa hacia la frustración.
Un niño o adolescente que siente que sus acciones no llaman la atención ni son tenidas en cuenta verá incrementada la probabilidad de asumir otras conductas que sí la llamen. Si observamos algunos estudios, podremos confirmar que existe un importante número de adolescentes cuya frustración y baja autoestima es el principal factor que los impulsa a buscar sujetos débiles o indefensos para descargar su rabia y su frustración.
Estos perfiles son más probables entre las clases sociales de perfil socioeconómico bajo o niños con poca atención por parte de sus progenitores, pero no únicamente se circunscribe a él (ver Paulussen-Hoogeboom et al., 2007 para una revisión).
Además de estos factores socioafectivos, anatómicamente el cerebro humano contiene estructuras especializadas que modulan las expresiones agresivas y el combate social o deportivo. Entre ellas, podríamos destacar la corteza prefrontal, el hipotálamo, la pituitaria, la amígdala o la corteza ventromedial (Tobeña, 2001).
La psicopatía suele relacionarse con volumen reducido de corteza prefrontal, siendo relevante indicar que los niños con alto grado de frustración o severo maltrato físico en los primeros estadios de desarrollo (e.g. Síndrome del Bebé Agitado) también presentaron importantes reducciones en esta estructura cerebral. Nuestro cerebro-mente es –anatómicamente un complicado entramado neuronal– difícilmente descifrable del que hoy conocemos muy poco, quizá sabemos algo más sobre algunos detalles neuroquímicos del comportamiento, pero casi nada sobre cómo se interrelacionan las estructuras que disparan o frenan los mecanismos de la agresividad.
Biológicamente, existe una «circuitería detallada que conecta los sistemas defensivos y ofensivos» (Tobeña, 2001, p. 80) encargada de accionar ciertos resortes. Esta «circuitería» está modulada por la presencia de algunas sustancias neuroquímicas: Serotonina y Oxitocina se posicionan como «freno» de las conductas beligerantes, mientras que la Noradrenalina, Vasopresina y especialmente los andrógenos (testosterona en humanos y androstenodiona en animales) se posicionan como neuroreguladores de las conductas competitivas (como argumentaron Aguilar et al., 2013).
Un déficit de Serotonina tendría como consecuencia principal una menor inhibición del comportamiento, si además va acompañado de altos niveles de noradrenalina y testosterona nos encontraríamos ante una bomba de relojería esperando el momento preciso de tensión psicosocial para estallar.
MODELO BIOSOCIAL
Las metas de logro o el nivel de frustración que haya soportado el niño juegan también un papel determinante para que afloren respuestas agresivas de ira o rabia hacia ellos mismos o hacia terceros y, como acabamos de señalar, no reforzar la resolución de problemas mediante conductas no beligerantes es una vía directa hacia la frustración.
Tradicionalmente, se ha considerado que los hombres son más agresivos que las mujeres, y las estadísticas así lo señalan. La mayoría de los puestos directivos, gestores, académicos, etc. son copados mayoritariamente por hombres. Estos indicios son consistentes con modelos que señala a la testosterona como una de las hormonas relacionadas con el afrontamiento de desafíos que requieren respuestas vigorosas (Bos et al., 2011). Los hombres generan entre 3 y 7 veces más testosterona que las mujeres, lo que permite observar patrones diferentes de respuestas agresivas dependientes del género. El hombre es más propenso al uso de la agresión física para dirimir sus cuitas personales con otros congéneres, sin embargo, la mujer podría hacer uso de la «agresión relacional» (i.e. aquella que genera animadversión de un grupo social contra una persona determinada) y también el uso estratégico de la «agresión verbal» directa. Siguiendo con las respuestas asociadas al género, cada día se tiene más claro que las mujeres no son ajenas a la influencia que los andrógenos tienen sobre la violencia intraespecífica.
Hace algunos veranos, recibí una publicación que citaba un trabajo donde mis compañeros y yo sugeríamos que el modelo biosocial (i.e. aumentos o descensos de testosterona relacionadas con la victoria y la derrota) podría también extenderse al género femenino (Jiménez et al., 2012).
En dicha publicación, los Doctores Thomas Denson y Pranjal Mehta analizaron la conducta de un grupo de mujeres durante una videoconferencia donde contaban sus metas de logro personales. Las participantes creían que dicha exposición oral era emitida en directo y valorada por terceras personas; pero, en realidad, un ordenador seleccionaba al azar insultos y ofensas o elogios y parabienes para evaluar el esfuerzo académico de cada participante.
TESTOSTERONA BASAL
Las mujeres con altos niveles de testosterona basal eran más propensas a responder de manera agresiva cuando recibían insultos, mientras que las que recibían elogios incrementaban aún más sus concentraciones de esta hormona. Otros estudios también han observado conductas agresivas relacionadas con la testosterona en cárceles de mujeres y en actos criminales violentos que se han saldado con homicidios o lesiones graves por parte delincuentes de género femenino (Dabbs et al., 1988; Dabbs y Hargrove, 1997). Por tanto, no debe sorprendernos que a este incremento del acoso y del ciberacoso (especialmente este último) se unan progresivamente niñas y chicas adolescentes.
La agresividad escolar ha generado en los últimos años noticias muy alarmantes en demasiadas primeras páginas de medios nacionales e internacionales. En la mayoría de los casos son adolescentes y jóvenes, de género masculino y procedentes de familias con historiales violentos, pero en otros casos serán jóvenes que han sufrido acoso escolar y humillación pública sin haber presentado perfiles beligerantes hasta ese momento.
La mayoría de las conductas agresivas son aprendidas, no se ha documentado ningún caso donde un sujeto, a los pocos años de nacer, sepa dirigir golpes, intimidar o verbalizar insultos. Nadie discute que el niño debe «ensayar» antes de dirigir con eficiencia el mordisco, el golpe o la patada.
Exactamente igual que debe practicar cualquier otro aprendizaje y perfeccionarlo mediante la repetición del acto motor voluntario. Estas prácticas se inician a partir de los dos años, donde es natural que este tipo de conductas se manifiesten. La agresividad es parte indisoluble de la naturaleza humana, y el niño aún no ha aprendido a expresar sus emociones de otro modo que no sea mediante pataletas, lloriqueos o gritos.
PREDICAR CON EL EJEMPLO
Progresivamente, aprenderá a dirimir sus conflictos de un modo más pacífico. Los mismos procesos que dotan a los individuos de habilidades motrices, esquema corporal o funciones cognitivas complejas, hacen aflorar espontáneamente algunos comportamientos beligerantes. Pero debemos destacar que, aun no teniendo infinitos grados de libertad, disponemos de la bondad de ajuste suficiente para adecuar nuestro temperamento a los límites que la vida en sociedad exige.
Precisamente, porque nadie discute el importante papel que juega el centro escolar y la familia en la inhibición de las conductas violentas, en este artículo he querido señalar que no debemos obviar la existencia de un sustrato biológico subyacente que impulsa las tentativas violentas a muy temprana edad, y la necesidad de dotar de herramientas efectivas al niño para el correcto control e inhibición de estos mecanismos cerebrales.
Decía el Profesor Tobeña: «nuestro cerebro nos transmite continuamente la sensación de que no estamos sujetos a las exigencias de la biología, de que tenemos muchos grados de libertad. A eso le hemos llamado mente1. Y como se quiere preservar ese espacio, nos resistimos a plantear algunas de nuestras conductas en términos mecanicistas».
Las tácticas individuales que se diseñarán con posterioridad para afrontar los desafíos serán producto del diferencial de ganancias y pérdidas derivado de los ensayos iniciales, pero también de la pericia que padres y profesores tengamos en el manejo de las conductas antisociales y agresivas cuando detectamos intencionalidad.
Mucho camino nos queda por recorrer para eliminar el acoso y el ciberacoso de nuestras aulas; probablemente, debamos empezar por conocer mejor cómo algunas de estas «circuiterías» neuronales funcionan en realidad, pero los adultos podemos empezar a actuar ya: ¡predicando con el ejemplo! (si es que algún día somos capaces de mirar más allá de nuestro propio ombligo).
1 N. del T.: La negrita es nuestra.
Bibliografía
Aguilar, R., Jiménez, M., Alvero-Cruz, J.R. (2013) Testosterone, cortisol and anxiety in elite field hockey players. Physiology and Behavior.
Bos, P.A., Panksepp, J., Bluthé, R.M., van Honk, J. (2012) Acute effects of steroid hormones and neuropeptides on human social-emotional behavior: a review of single administration Studies. Frontiers of Neurocondocrinology 33, 17-35. D.O.I.
Dabbs, J.M., Hargrove, M.F. (1997) Age, testosterone and behavior among female prision inmutes. Psychosomatic Medicine 59, 477-480.
Dabbs, J.M., Ruback, R.B., Frady, R.L., Hopper, C.H. (1988) Saliva testosterone and criminal violence among women. Personality and Individual Diferences 9, 269-275.
Denson, T., Mehta, P., Ho Tan, D. (2012) Endogenous testosterone and cortisol jointly influence reactive aggression in women. Psychoneuroendocrinology D.O.I.
Jiménez, M., Aguilar, R., Alvero-Cruz, J.R. (2012) Effects of victory and defeat on testosterone and cortisol response to competition: evidence for same response patterns men and women. Psychoneuroendocrinology.
Paulussen-Hoogeboom, M.C., Stams, G.J., Hermmanns, J.M., Peetsma, T.T. (2007) Child negative emotionality and parenting from infancy to preschool: A meta-analytic review. Developmental Psychology, 43, (2), 438-453.
Rolls, E. (2005) Emotion Explained. Ed. Oxford University Press. Oxford. UK.
Sapolsky, R. (2006) El Mono Enamorado y Otros Ensayos Sobre Nuestra Vida Animal. Ed. Paidós Transiciones. Barcelona. España.
Tobeña, A. (2001) Anatomía de la Agresividad Humana. De la Violencia Infantil al Belicismo. Ed. Galaxia Gutemberg. Barcelona. España.
Wolke, D., Woods, S., Stanford, K., Schulz, H. (2001) Bullying and victimization of primary school children in England and Germany: Prevalence and school factors. British Journal of Psychology, 92, 673-696.
Yildirim, B. O., & Derksen, J. J. (2012). A review on the relationship between testosterone and the interpersonal/affective facet of psychopathy. Psychiatry research, 197(3), 181-198.