COMPADREO DE ADULTOS
No nos damos cuenta. Parece mentira que entre los 15 y los 50 se nos pierda tanta memoria existencial. A los 15, aún somos seres humanos completos, pluripotentes. A los 25, ya nos hemos vendido a la función, nos estamos situando en la maquinaria humana. Las cosas de la vida toman un curso definido y muchas sensaciones abiertas se van diluyendo sustituidas por convicciones funcionales. Existimos en la máquina y sus funciones bien delimitadas. Por eso, el compadreo de adultos es inevitable.
Mientras, los jóvenes forman una ola diferenciada que se mueve al unísono y bastante ajena a los principios de la máquina.
Todo esto viene a cuento de las adaptaciones literarias con que pretendemos imponer los clásicos a los niños y adolescentes. Hay conceptos como clásico, obra, autor que forman parte de la maquinaria adulta. Y como dice el filósofo Emanuel Lévinas, los adultos pensamos a los jóvenes objetivándolos para poseerlos y atraerlos hacia nuestra maquinaria. No es un reproche, la máquina es necesaria para sobrevivir mientras no inventemos una mucho más liviana y respetuosa con el otro. Y la escuela es la única parte de la maquinaria lo suficientemente libre como para experimentar.
PLURIPOTENTES HASTA LA VEJEZ
Nuestra experiencia adulta más profunda nos lleva a la importancia de los clásicos y queremos, santamente, que nuestros jóvenes los conozcan, que obtengan de ellos lo mismo que supuestamente hemos obtenido nosotros. Y aunque reconozcamos que los clásicos también pueden ser un tic de la máquina, matrices que han quedado enquistadas, no nos atrevemos a desecharlas. Esa es una interpretación funcional. El buen conocedor sabe por experiencia que los clásicos fueron excelencias que se permitió el mecanismo humano. Seres que a lo largo de la historia se elevaron sobre su animalidad y la vieron desde lo alto con un grado de precisión y detalle realmente excepcional creando narraciones que merecen conservarse. Y si han de conservarse, los jóvenes han de conocerlas. Pero para ello hemos de entender su experiencia y su lenguaje, el de los niños y jóvenes. Hay que conseguir que los clásicos permanezcan frescos sin enquistarse ni convertirse en tópicos latosos hasta que un adulto pluripotente llegue a ellos. Y tal vez los clásicos (de ayer, hoy y mañana) hagan que en algún futuro todos nos conservemos pluripotentes hasta la vejez.
Por eso, me parece inadecuado que en la edición juvenil sigamos la mentalidad adulta. Para el adulto es relevante el autor, la obra, la gloria social. Esas cosas aún no conmueven al joven y mucho menos al niño. Si enseñamos a un niño a reverenciar a Cervantes o a Dickens, tal vez contribuyamos a hacerlo «funcionario» antes de tiempo. Si le damos adaptaciones de Moby Dyck o de la Odisea, le metemos de sopetón un mundo que aún no es suyo. Para él la Odisea es un mundo inmenso que no se puede resumir en 32 páginas o 48. Se hace, pero dudo que resulte.
Sólo el adulto pluripotente tiene las armas suficientes para sumergirse en una selva grande. La mayoría de adultos no se mete en los clásicos porque ha perdido la pluripotencia mental en aras de la función (profesional, social, familiar).
Al niño le conmueve el personaje, la peripecia el peligro. Uno sólo a la vez. Creo que no hay que dar el clásico, hay que ir a él, con calma. Se me ocurren algunos ejemplos.
El otro día, revisando la versión de Mucho ruido y pocas nueces de Kenneth Branagh, caí en que la historia marginal es muy potente y muy profundamente infantil. El señor Benedicto y la señora Beatriz son personas de personalidad intensa, dos tímidos muy salidos e ingeniosos.
Sienten un profundo interés el uno por el otro que es otra forma de decir que están enamorados, aunque sean incapaces de reconocerlo por si acaso. Necesitan que toda la corte conspire para ayudarles a bajar de su pedestal de orgullo y que puedan besarse y prometerse. Y pensé que es un tipo de problema muy típico de los adolescentes, algo en lo que Shakespeare ya pensó y cuyos diálogos pueden resultarles muy actuales y hasta útiles.
La gloria es un asunto de todas las épocas. Cinco minutos de gloria en televisión. Meterse en el plano y saludar cuando vemos un reportero con cámara por la calle. La Ilíada es una gran historia llena de poderosas pasiones y peripecias. Pero Aquiles es un personaje relativamente simple que ha traspasado los siglos. Y la gloria se conseguía en lo más «televisivo» de aquella época, matar enemigos en combate singular.
Inventado o real, Homero fue el reportero por excelencia del momento que elevó a pasión universal lo que pudo ser simple ambición juvenil. ¿Quién no querría que le recordasen los milenios? Creo que eso lo entienden los niños. Toda la Ilíada, con más tiempo. Aunque también se puede explicar, pero la edición infantil y juvenil ha de tener en cuenta todos los caminos hacia los clásicos para que cada joven pueda transitar el suyo.
En su momento se descubrirá que el muerto Aquiles, adulto definitivo y sin posibilidades, confesará a Ulises en el infierno que hubiera preferido mil veces ser siervo entre los vivos que rey de las sombras. Tal vez sólo para jóvenes que hayan llegado a un estilo de comprensión irónica.
Mientras tanto, los problemas para sujetar a Proteo, una especie de alter ego de Mortadelo que cambia de forma sin cesar, puedan hacer las delicias de los niños.
También podrían ser hilarantes para ellos estos fragmentos de Tiempos difíciles de Dickens que suceden en una escuela del siglo XIX.
«Tomás Gradgrind, sí, señor. Un hombre de realidades. Un hombre de hechos y de números. Un hombre que arranca del principio de que dos y dos son cuatro, y nada más que cuatro, y al que no se le puede hablar de que consienta que alguna vez sean algo más».
Cecilia Jupé es una niña recién llegada a la escuela (la número veinte) cuyo padre es domador de caballos y veterinario en un circo, y sin embargo, ante las demandas del señor Gradgrind, es incapaz de «definir» un caballo. No hay problema, para eso ya está Bitzer, un niño ya bien entrenado:
«[Bitzer] Tenía la piel tan lastimosamente desprovista de su color natural, que daba la impresión de que, si se le diese un corte, sangraría blanco.
–Bitzer –preguntó Tomás Gradgrind–, veamos tu definición del caballo.
–Cuadrúpedo, herbívoro, cuarenta dientes; a saber: veinticuatro molares, cuatro colmillos, doce incisivos. Muda el pelo durante la primavera; en las regiones pantanosas, muda también los cascos. Tiene los cascos duros, pero es preciso calzarlos con herraduras. Se conoce su edad por ciertas señales en la boca.
Esto y mucho más dijo Bitzer.
–Niña número veinte –voceó el señor Gradgrind–, ya sabes ahora lo que es un caballo».
TODA CLASE DE ACCESOS
En fin, que si queremos que los clásicos sigan vivos y más que ahora, nuestros editores, y nosotros mismos, maestros, deberemos ser mucho más flexibles, insistentes y pluripotentes. Yo no haría «adaptaciones» a los clásicos. Lo que necesitamos son puertas, caminos, pasadizos, toda clase de accesos a los clásicos. Cuando llegue el momento, si nuestros alumnos siguen siendo pluripotentes, los clásicos se revelarán por sí mismos si los tenemos en la biblioteca.